07. A su servicio

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Caminé despacio al llegar al salón de adoración

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Caminé despacio al llegar al salón de adoración. La rectora Gladia controlaba los pasillos con su postura habitual, su vestido blanco perfecto y los oscuros rizos a ambos lados de su rostro. Se detuvo al verme. Había olvidado lo intensa que era su mirada.

—Valentine —suspiró—. Tiene diez segundos para explicarme por qué está aquí y no en el instituto.

—No me sentía bien esta mañana, se me pasó el autobús —le mentí mirándola a los ojos.

—Se sintió mal —repitió ofendida—. La última vez que «se sintió mal» quemó su habitación.

—No volverá a suceder.

—¡Por supuesto que no! —exclamó—. Nadie tiene un mismo accidente dos veces. Y no tenemos suficientes habitaciones de reemplazo.

Su mirada viajó a mi cuello; arqueó una ceja.

—Ahora que se siente mejor, haga algo de utilidad —me regañó—. Vaya a limpiar el jardín, que la pereza es pecado.

Si supiera cuántas veces había pecado esa semana... Tenía pasaje libre al infierno.

Esperé a que se fuera, metí todo lo que creí útil en mi mochila rosa y partí hacia el jardín. Estaba algo lejos del convento; todo en ese gran terreno estaba separado por varios cientos de metros, aunque, si seguías las estatuas blancas, no te perdías.

El sol ya no quemaba como en la mañana, solo había una humedad molesta que me hizo sudar profusamente.

Ese jardín era el que usaban para plantar las flores naturales que utilizaban en el altar, un par de arbustos frutales y plantas que, según sus creencias, tenían múltiples usos, como la ruda o el romero (los cuales yo solo reconocía por su característico olor).

El invernadero de al lado tenía las luces encendidas, cosa extraña, ya que nadie solía atenderlo pasada la mañana.

Mi parte favorita de cuidar el jardín era cortar las rosas y plantar nuevas semillas, que solían tardar meses en crecer.

El tiempo pasó volando y, para cuando terminé, la claridad que me había guiado hasta allí a través del laberinto de árboles había sido reemplazada por las tinieblas. Fui al invernadero a por una linterna: ya vivía en una película de fantasía, me negaba a entrar en otra de terror recorriendo bosques en la oscuridad. La sola idea de que algo me acechara hizo que mis piernas temblaran.

Toqué la puerta dos veces sin recibir respuesta, y estaba a punto de entrar de todas formas cuando alguien gritó desde dentro:

—¡Un segundo! ¡Voy!

Un chico abrió al instante; me pareció raro no haberlo visto nunca antes. Vestía una camisa blanca con el símbolo de la iglesia. Supuse que debía de ser uno de los trabajadores; el primero que parecía ser de mi misma generación.

Un templo encantador │YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora