Treinta y nueve

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XXXIX. Ímpetu imparable.

«Y la piedra en esa montaña que en lo alto puedes ver, se creerá más importante que las que han de sostener.»
El príncipe de Egipto (1998).

Como una polilla atraída por la luz, se admiraba el ser de la oscuridad por las voluntades fuertes y el cielo.

Adair Fearann repasaba constantemente el sacrificio de la vida de su padre para tenerles. Incluso después de tantos años, lograba remecerse gracias al recuerdo de un ser tan magno como lo fue él. Quizá su raza no fuera la más fuerte, pero tenían diferentes habilidades divinas y una salud innata que les resguardaba de la muerte casi por completo. Lástima que su padre decidió dar su vida a sus hijos y dejó una existencia tan grande como la suya enterrada bajo un árbol, cuando siempre perteneció a la gloria misma. Él había sido alguien inteligente, con una mente ávida y se atrevía a decir que cercana a la perfección, entonces, ¿por qué quiso fragmentarse para crearla a ella y a su hermano? Su padre había tenido una de las voluntades más férreas que jamás conoció —y eso que cuando ella nació él ya estaba débil— y su convicción era irrompible, pero decidió rebajarse a ese vergonzoso nivel de humano y tuvo "hijos", a los que entregó media parte de su ser a cada uno para poder formarlos. Literalmente les entregó su alma sin necesidad de hacerlo, pues él podría haber vivido para siempre. ¿Por qué hizo algo así? ¿Por qué dejó su posición sagrada para vivir en ese molesto reino de tierra? Esa tierra que a Adair diariamente la ahogaba, pues condenaba su existencia a la oscuridad y a lo sucio de esta. No podía comprender cómo su padre, alguien capaz de alcanzar lo que quisiera poniendo su mirada en ello, había decidido dedicarla a desintegrarse a sí mismo para engendrar dos seres tan intrascendentes como ella y su hermano.

Y dejar de vivir para que ellos lo hicieran.

Esa fue su primera y gran decepción de la vida. Pero Adair no perecería a voluntad, así como su insulso padre, pues ella aspiraba a obtener esa posición sagrada que por tozudez él denegó y que la huldufólk tanto anhelaba. Por eso, si cumplía parcialmente bien su rol de guardiana de los suelos y sus frutos, quizás un día se le otorgaría esa posición de deidad que siempre había deseado. Esa que le permitiría alzarse hacia los cielos —por sobre los demás— y estar un poco más cerca de la gloria.

Pero su vida se estaba tornando eterna.

La vagancia y el aburrimiento al ser una criatura casi inmortal hicieron sus horas mucho más lentas y los años poco importantes. Hasta que un día cualquiera se apareció un chiquillo en su santuario, corriendo de unos lobos y enfrentándose a ellos con embrujos y quién sabe qué cosas más. Los ojos incandescentes de la huldufólk admiraron al joven Kainan derrotar a dos recios licántropos, entonces Adair se prendó por segunda vez de una voluntad fuerte, logrando hacerle olvidar la débil suya. Era más fácil apoyar causas con cimientos que construir la propia desde cero.

Así pasó el resto de su vida, obrando por la voluntad de ese rudo chamán, un humano con voluntad de acero que no se torcía ante lo adverso del mundo y que prevalecía con el tiempo. Adair estaba cómoda sirviendo a la causa del llamado jefe, pues era fácil y le hacía olvidar que la suya propia estaba lejos de cumplirse. Tiempo después, el privilegiado de su hermano —aquel que habitaba entre las nubes— dejó su envidiable posición para estar con ella, cosa que no concibió en un arrebato de celos. Su padre se había dividido en dos para crearlos; luz y oscuridad, claridad y tinieblas, cielo y tierra. Y su hermano osó a dejar su celestial lugar para bajar a la tierra y compadecerla. Eso la irritaba mucho. Pero dejó pasar el desaire hecho por Elman Speur y siguió en lo suyo, pues entendió que su hermano era un ser puro, que no tenía malicia en sus intenciones y realmente ansiaba estar a su lado, por lo que era inútil pelear con él.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora