Veintiocho

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XXVIII. Hambre de saber.
Parte I.

«Este bebé es un milagro. Sólo que no es el tipo de milagro que todos esperan ver.»
El curioso caso de Benjamin Button (2008).

Nilah había dudado mucho al decidir a quién acudiría. La primera opción y la más obvia era Alma mater, pero mientras más lo pensaba, menos se convencía de que era lo mejor. En términos prácticos era lo correcto, pues era la manda regente y su deber era respaldar a los que estaban bajo su jurisdicción, pero no era lo más conveniente para él. Mucho menos para Níniel.

Se hallaba deliberando su decisión cuando movimiento en la entrada trasera de la manada llamó su atención. Con vista de águila registró que se acercaba un trineo tirado por los mismos lobos, con una carga oculta. Al llegar a las afueras de Alma mater, tomaron sus formas híbridas e hicieron un peculiar llamado. Pasaron un par de minutos hasta que Rómulo apareció, convertido totalmente a su forma humana, una que Nilah ni nadie conocía hasta el momento. Tenía la piel pálida con manchones oscuros —como un dálmata—, el gesto hosco y un rostro tenso. Su pelo corto y ondulado lucía oleoso como el petróleo, al igual que sus ojos. Se acercó a los híbridos con su porte imponente —que, aunque bajo, era considerable por su gran musculatura— y les entregó un saco con lo que Nilah supuso eran monedas, gracias al tintineo que produjeron. Los licántropos revisaron el contenido y satisfechos con la paga descargaron lo que antes fueron las más famosas obras de arte hechas por humanos, supuestamente quemadas durante la Gran Caída. Nilah sintió como si su estómago se avinagrara, pues al Rómulo poseer y usar dinero para comprar contrabando de mercancía humana, ya había roto todos los códigos hechos por la misma manada junto a otros monstruos, en intentos de evitar que la raza humana emergiera otra vez. Lo que significaba que Alma mater ya no era un lugar seguro —quizá nunca lo fue—, porque había ojos que todo lo veían y seguramente no estarían de acuerdo con aquello.

Por esas razones desvió su trayectoria y en cambio atravesó el Norte para subir mucho más arriba en el mapa, a otro antiguo país desintegrado, tierra de nadie, y la real zona monstruosa. Aquel lugar, llamado así por sus propios habitantes, era el centro de reuniones y refugio de los monstruos más viles y, si Nilah usaba esa palabra para referirse a ellos, era porque tenía sus bases para hacerlo. Ese montón de criaturas se había confinado en un opulento y viejo castillo hecho por sus ancestros hace miles de años, el cual se caía a pedazos. No había ni un rastro de humanidad en ese sitio, con la excepción de las mazmorras y centros de tortura, tal vez. Como fuera, tendría que ser en extremo cuidadoso, pues, aunque todos fuesen criaturas, no tenían vínculo entre sí más que eso y no era lazo suficiente como para garantizar su seguridad. Debía desconfiar de todo.

Se adentró en el territorio del castillo con tanta precaución que se puso a sudar. Los adoquines bajo sus pies se notaban sobrepuestos e irregulares, como si alguien carente de paciencia hubiera hecho el trabajo de reinsertarlos ahí. Se preguntó si algunos monstruos estaban tan empecinados en cosas hechas únicamente por ellos mismos que cambiaron el piso para poner uno que los tranquilizara.

Paró en seco sus cavilaciones, pues un crujido leve antecedió al mortal azote de una bola de acero en el sitio donde él estuvo hace microsegundos. La primera trampa o aviso de que no querían forasteros se mostró. Miró hacia las alturas y balcones, buscando una señal de vida, pero todas las presencias estaban bien escondidas. Aun así, no debía fiarse.

—Soy Nilah Velkan, lobo solitario oriundo de la Gran Zona —alzó la voz y sus brazos en símbolo de sumisión—. He venido hasta acá porque requiero reunirme con...

—Shh... No digas ese nombre. —Oyó cómo le susurraba una voz melódica desde atrás. El cambiante bajó sus brazos y esperó en silencio, rígido—. ¡Congéneres míos! Este joven es mi invitado, no sean tan descorteses. — La presencia invisible, pero fuerte del ente le confirmó que era a quién estaba buscando. Sintió un toquecito en el hombro—. Sígueme, viejo lobo, tienes muchas cosas que contarme.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora