Veintidos

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XXII. Protectores.

Una niña tiritaba de frío acurrucada junto a un árbol. Sus ojos vidriosos reclamaban por afecto y atención, enmudecidos por el reglamentario voto de silencio que desde nacida llevaba. Había sido cubierta por primera vez con los polvos que la harían invisible por el resto de sus días, y sus diferentes ingredientes, a los que debía acostumbrarse, le estaban causando estragos tales como fiebre y comezón. Su madre, ajena a los malestares, daba vueltas alrededor de ella, mirando hacia la Zona Norte. Entonaba unas dulces pero lúgubres melodías.

—No te atrevas a venir, lobo. Nunca tendrás a mi hijo.

La pequeña, al borde de perder la conciencia debido a la falta de energía, divisó un tímido movimiento entre la hierba. Entrecerró sus ojitos y vio asomar su cabeza a un temeroso ratoncillo, quien también parecía padecer el clima gélido, pues temblaba en su menudo tamaño. La niña alzó su mirada hacia su madre, quien seguía con ese extraño canto, por lo que, en un movimiento ágil, tomó al ratoncito entre sus manos y lo arropó. No habían comido en días, su estómago clamaba por cualquier tipo de alimento, pero el pequeño ser era igual a ella y sufrían de lo mismo; hambre, frío y soledad.

—No toquéis aquello que he jurado proteger.

Así, con el roedor a salvo bajo su alero y ya agotada por el incesante temblor de su cuerpo, la pequeña perdió la conciencia. Su madre se dio cuenta y le lanzó una mirada de tristeza, tentada a cobijarla entre sus brazos, pero se mantuvo firme y siguió con el ritual, eligiendo las palabras adecuadas para sellarlo. El ratón se quedó refugiado en la tibieza de la niña hasta la mañana siguiente, cuando la adulta recién se aproximó a su durmiente hija y el roedor huyó espantado.

—La doncella de las lágrimas que en sombra convertiré.

Mientras iban en camino a Amor omnia vincit, diferentes imágenes, relatos y recuerdos recorrían su mente. Al estar en el lomo de Nilah, trotando en toda su potencia, sentía cierta sensación de familiaridad y eso la intrigaba. Sus pensamientos, que no eran coherentes entre sí, se entremezclaban y la confundían. Pensaba en su madre e intentaba exprimir sus memorias acerca de ella, recordaba las ilustraciones de los libros que vio, pensaba en los aldeanos y chamán refugiados en el claro y también, intentaba mirarse a sí misma, la Níniel actual, a la cual no reconocía.

Que su madre estuviera involucrada en la desaparición de la lobita no era muy probable, pero sí posible. Y aunque deseara negarlo, no conocía lo suficiente a su progenitora como para poner las manos al fuego por ella, esa era la verdad. A una tierna edad fue dejada en solitario, no podía culparse por su fallas de memoria. Es más, estaba trabajando su mente a todo dar para recordar su nombre, ¿Ana? No, ¿Elaine? Cuando menos se lo esperó, ya había olvidado todo lo que se podía considerar como su origen, pero ¿siquiera tenía uno? Los humanos eran vagabundos, no pertenecían a ningún sitio, su especie estaba regada por los rincones del mundo, su clase —los chamanes— estaba casi extinta y el concepto de familia era nulo en esas épocas. ¿De dónde vendría en realidad? ¿Quién era su madre? ¿Tenía padre, hermanos o un lugar al cual regresar? Pensar en esas cosas la hacía sentir miserable, porque al no tenerlas, se volvía cada día menos como un humano y más como un animal. Seguía siendo una presa.

Si lo meditaba bien, las criaturas actuaban más como humanos que ellos mismos, según lo que entendía. En las ilustraciones que estudió, en uno de los libros sobre la sociedad humana antes de la Gran Caída, los humanos se veían erguidos, civilizados, nada comparado al nivel de salvajismo que ahora ostentaban, y en cambio, los monstruos hacían gala de esa cualidades. Nilah y su gente vestían con ropas diferentes, limpias y ellos con suerte lograban reciclar harapos, los que usaban de por vida. Las criaturas vivían en casas o comunidades, lo más parecido a lo que antes se llamaban "pueblos" o "ciudades". Tenían líderes, jerarquías y reglas, como cuando oyó que usaban un sistema de raciones para las cacerías. Y todo aquello antes perteneció a los humanos, pero al ser arrebatado y destruido, quedó en el olvido, haciéndoles ignorantes ante lo que fueron en sus épocas de oro. Los libros, los utensilios para comer, las edificaciones y el conocimiento en general estaba prohibido para su raza y eso era un gran impedimento para que progresaran, o siquiera resurgieran. Si lo pensaba de esa forma, los monstruos tenían el poder gracias a que mantenían en ignorancia y miseria a los humanos restantes, que no tenían idea de sí mismos ni de lo que fueron. Ella misma hace unas semanas no se creía más que una simple presa, nacida para ser comida o torturada por un monstruo, y ahora convivía con ellos porque aprendió que no todos tenían esos propósitos que le inculcaron desde pequeña. Y ese mismo razonamiento le hacía dudar de su madre.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora