Cuarenta y nueve

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XLIX. El principio del fin.

26 años antes.

Una jovencita de catorce años avanzaba torpemente entre la espesura del bosque recién conocido. Sus ojos abiertos de horror y el frío terrorífico que se había instalado en ella después de que esas almas se dispersaran, sumado a todo lo ocurrido ese fatídico día, había terminado por quebrarla. Entremedio de la confusión por hallarse sola y expuesta en el mundo de los monstruos, reconoció la sensación maldita del miedo voraz, que la hizo temblar de pies a cabeza. Era una niña, habían masacrado a su clan, a todo lo que conocía y los lobos no la dejarían en paz nunca por lo que hizo, por lo que la obligaron a hacer. Miró el anillo en su mano y lo apretó, todavía estaba caliente por el fuego, pero le brindaba una reconfortante sensación de fortaleza, aunque haya pertenecido a los monstruos. Sabía que era un objeto valioso para él, el lobo gris, pero no sentía remordimiento alguno, pues ellos tampoco lo sentían por las atrocidades que cometieron; estaba en su naturaleza de lobos y gozaban de aquello por ser fuertes. En cambio, Alanna era una muchacha escuálida que no tenía más que sus conocimientos y una rabia triste que envenenaba cada parte de su cuerpo y mente. No le servirían de nada en todo caso, porque estaba segura de que no duraría mucho en ese mundo.

Era un accidente del cruel destino.

Vagó largas horas como un alma en pena, esperando un ataque sorpresa o la muerte por tristeza. Pero la noche se hizo y verse con vida la despertó de su letargo; quizá tenía posibilidades de sobrevivir. Indecisa, miró a su alrededor y reconoció varios tipos de plantas y sus usos, por lo que la iluminó un rayo de esperanza. Haciendo memoria, escarbó con sus manos pequeñas y temblorosas la tierra, y cuando sacó una planta neutralizadora de aromas desde raíz, la estrujó contra su pecho y se puso a sollozar muy despacio.

Aquel y los días siguientes subsistió así; restregándose esa planta por toda su piel y durmiendo bajo un colchón de hojas otoñales. No encontró rastro de vida, lo que la tranquilizaba, pues en su inocencia no tenía idea de cómo salir triunfante de un enfrentamiento contra lo que fuera. Se alimentó a base de setas, raíces y cortezas, hasta tierra, pero cuando oyó el reclamo de su cuerpo por más comida, ya que con la poca energía no avanzaba nada en sus travesías, supo que debía definirse. La seguridad de su clan, esa que en un momento cuestionó, se había acabado, por lo que no podía seguir actuando como una niña protegida por la naturaleza. Era un humano en tierra de monstruos y debía esconderse si no deseaba perecer.

Así que al primer animalejo que vio le dio guerra, lo mató y se lo comió, "son ellos o yo", se dijo. Su cuerpo agradeció los nuevos alimentos con fuerzas renovadas y eso le dio el ánimo e incluso el valor para hacer algo a lo que rehuía con pavor: volver a la Zona Norte, a su clan. Había estado moviéndose ligeramente entre el centro sur y el centro oeste, siempre cerca del Bosque de Eucalipto, pero ya no podía retrasar más lo inevitable. Debía volver para exprimir cada cosa que le fuera útil de su antiguo hogar y por capricho no pondría en peligro su sobrevivencia, pues allí había de todo para ayudarla. Durante ese tiempo, en el que el sol salió más de sesenta veces, no se había topado con ningún lobo y las criaturas que conoció eran inofensivas, por lo que el miedo estaba ya más aplacado.

Se decidió y emprendió camino al Norte desde el Oeste. Era una ruta nueva para rodear el lugar donde yacían los restos de la manada de lobos, así que, a pesar de enfrentarse a lo desconocido, se sintió tranquila. Últimamente había adoptado una visión más calma del presente, la que solamente se opacaba cuando pensaba en los lobos, pero había, de cierto modo, aceptado que era inútil su rencor, porque como ellos no ganaría nada deseando tener otra vez a su familia, no volverían y lo entendía. Podría ceder en que no había nada más que hacer que seguir adelante.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora