Veinticinco

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XXV. Rojo.

«Un hilo fino en un gran tapiz, aunque lleno de color, no sabe si él es parte del diseño de la gran creación.»
El príncipe de Egipto (1998).

Habían sido días realmente terribles. Aquel que descubrieron quién era la secuestradora de la pequeña loba y decidieron ir tras su rastro, fue el primero de ellos. Un auténtico fiasco, pues a medida que avanzaban, el rango de búsqueda se hizo más grande y pronto perdieron el rastro. Las lobas estaban en su mayoría furiosas y todo su rencor fue dirigido hacia la hija de la responsable; Níniel.

Apenas abortaron la misión comenzó un desdeñoso murmullo entre gruñidos que culpaba a la humana compañera de Nilah por atraer a una bruja a su manada. Qué tal vez era una humana resentida, qué quizás hasta lo había planeado, qué probablemente les había hecho un maleficio, qué después de aquella vieja disputa los licántropos ya no podían confiar en chamanes. De todo. Lo único que las abstuvo de sublevarse fueron dos cosas, uno; Ademia, que las reprimía como una fortaleza de hierro con su sola presencia y dos; el respeto que le tenían a Nilah por ser su protector e hijo de quién les dio asilo estando en desamparo. Si no hubiera sido por esas razones, no habrían pensado dos veces en buscar a la humana y someterla a torturas con tal de sacarle información y hacerla padecer.

El instinto asesino era palpable.

Y a Nilah le golpeó como un ahogo en ira. Esos murmullos, esos ojos acusadores, las respiraciones erráticas, todo aquello lo incitaba a perder el control y dejar que su lado más salvaje aflorase. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantenerse calmo, hizo un retroceso a esas épocas turbulentas donde todo era descontrol y violencia, aquellos tiempos donde conoció su lado animal, y el mero recuerdo de la horrible sensación era suficiente para apaciguarlo. Eso y lo mucho que valoraba su humanidad. Tenía que comprender el dolor que ellas sentían, lo lógico que era culpar a la humana, lo desesperante que era no saber, pero nadie ahí lo entendía a él. No sabían cuánto quemaba en el pecho que hablaran mal del ser amado, lo mucho que lo encabritaba notar la hostilidad dirigida hacia ella, pues al ser su otra mitad sentía como si todo ese odio le llegara a él con la misma intensidad. No entendían porque no amaban, o quizás él no entendía porque amaba demasiado. ¿Siquiera podía llamarlo amor? Esa pregunta no tenía respuesta todavía, pero poco le importaba en esos momentos. Lo que sí sabía era que ya no aguantaba y quería largarse, destrozar algo, llorar solo, pues nunca nadie había cargado con su corazón más que él mismo y no había forma de comenzar a esas alturas la vida.

Quedaron de recurrir a métodos arcaicos para encontrar a la niña, pues sus conocimientos de pasadas épocas modernas muy poco servían. Al día siguiente en la noche harían un ritual de adoración a la luna —quien se suponía era su diosa— y le rogarían para que intercediera a los cielos por lluvia. La mitad de la manada no estuvo de acuerdo con la idea y quisieron actuar por su cuenta, pero Ademia las persuadió para que esperaran hasta después del ritual. Darío apuntó a que quizá deberían hacerlo durante la luna llena para tener una mayor conexión, pero aún faltaban varias fases para eso y no tenían tiempo del cual disponer, por lo que se descartó esperar el plenilunio.

Y con eso acordado, se dispersaron cada uno por su lado.

Cuando Nilah se despidió de Misha y este se fue a su casa, el Velkan se transformó en lobo y echó a correr. A lo primero que atinó fue a buscar una vez más el rastro de la lobita, desesperado, pero fue en vano, lo que lo trastornó más. No sabía qué hacer, cómo expulsar toda esa frustración de su interior, no comprendía porqué se hallaba tan afectado, pues veía todo rojo y sentía cómo en su pecho quemaba un ardor frío. ¿Qué hacía para saciar ese hervor? Cazar algo, zamarrearlo, pelear con alguien, destruir... La mirada cargada de odio de quienes consideraba sus hermanas le perseguía y dolía como rozar plata, como agujas y dagas, le decía que a él tampoco lo querían y que no era parte de esa manada, que no podía considerarla como familia.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora