Dos

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II. Del otro lado.

Me quise fundir con el invierno,
me quemé a mí mismo
con mi propio hielo,
me convertí en nieve silenciosa
que cae sobre los cristales rotos.

El dolor, la sangre invisible,
¿acaso no habrá amanecer?
Un hecho puede marcarlo todo,
pero no respiraré esperando más.
El aguante ya no soporta
y el frío me sofoca.

Si pudiese elegir una de sus memorias más preciosas, sería el Norte y su blancura eternal. Al pensar en su niñez, lo primero que acudía a su mente eran los picos de las montañas, espolvoreados de nieve y luz. Recordaba todo como nítidas fotografías porque sus ojos tenían una memoria sin igual, lograban calcar cada imagen con precisión y era así como él lograba transportarse a aquellas épocas doradas.

Sin embargo, su memoria más preciada y que guardaba con mayor recelo, no estaba grabada en la totalidad por sus ojos. Todos sus sentidos tuvieron tatuado ese momento con fervor y exactitud inalterables, porque sólo así, no permitiendo que aquel recuerdo fuese adulterado, tenía oportunidad de encontrar aquello que caló tan hondo en él.

Y corrió. Corrió en picada colina abajo, casi en caída libre. Corrió porque sentía que si no lo hacía moriría, como un colibrí que no deja de batir sus alas. Corrió porque la nieve se enterraba entre sus patas, porque era su eterna aliada, porque silenciaba sus pisadas, porque lo acogía en huecos durante el invierno. Y no se detuvo hasta quedar destrozado, porque su corazón exigía latir con vigor, porque su cuerpo necesitaba llegar a tope, romper el límite y divisar si realmente tenía sentido seguir viviendo cuando las razones eran tan pocas. Por eso dejó de correr, porque no tenía fuerzas de flaqueza para sacar, porque no había motivo alguno y aulló, clamando en un llanto agónico y de puro anhelo una llamada de auxilio. Alguien, por favor, tú.

Su cuerpo fue transformándose con ternura. No dolió, fue casi un arrullo, una caricia sincera de sus antepasados, mostrándole con ese proceso un gran legado. El pelaje se fue evaporando, sus garras se guardaron y sus patas se convirtieron de nuevo en pies, mientras su hocico alargado se hundió casi con sumisión y una boca humana quedó en su lugar, mullida y triste. Una metamorfosis en todo su esplendor.

La nieve dejó de caer y el primer rayo de sol se asomó tímido por lo más alto de la montaña. Nilah dejó escapar un gemido al sentir la tibia calidez besando su piel. "Un poco más, sólo un poco más", se dijo, escarbando para hallar fuerzas con las que enfrentar al frío que se proponía a enterrarlo.

Atravesó desnudo los helechos con total indiferencia y confianza, sintiéndose más perteneciente a ese lugar que las mismas plantas. Él estaba desde mucho antes ahí. Llegó al viejo hogar, el lugar donde todos esos recuerdos de la infancia cobraban vida, pensando en lo acogedor que sería cuando un día llegara y alguien le recibiera con un: "bienvenido a casa". Suspiró, agitando levemente la cabeza. Si comenzaba a pensar así su cordura no duraría mucho. Intentó dejar de lado esos pensamientos —más tortuosos que bellos— y se dirigió al patio trasero de su cabaña, donde se puso a cortar un montón de leña. El ruido de la madera quebrándose le relajó, pero no impidió que percibiera cierta presencia que se aproximaba. Siguió impasible con su tarea, incluso cuando unos pies masculinos y sucios aparecieron en su campo de visión, haciendo crujir la nieve debajo del aparecido.

—Es muy temprano para tener pensamientos negativos, Nilah Velkan. Apestas a depresión.

Unas gotitas rojas cayeron alrededor de los pies. El aludido pareció no advertir la presencia o voz del visitante, ni alarmarse por la fragante sangre. Cuando el pie comenzó a repiquetear contra el suelo, impaciente, el nombrado recién se dignó a contestar.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora