Veintisiete

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XXVII. Ya no estamos solos.

«Calla, mi vida, no hay que llorar, duerme y sueña feliz. Siempre tú debes mi arrullo llevar, así yo estaré junto a ti.»
El príncipe de Egipto (1998).

Darío tenía quinientos seis años y había nacido en el mil quinientos noventa y nueve, en Rusia. En aquel momento ese gran pedazo de tierra no se llamaba así, sino Zarato Ruso, al igual que él, pues su nombre original era Mijaíl Lebidiev. Misha era otra forma de decir su nombre, y como al conocer a Nilah aún no se decidía por su nueva identidad, el Velkan lo llamó así para siempre y Darío nunca logró lo contrario hasta el momento. En el fondo de su corazón lo agradecía, porque si no fuera por ello, habría olvidado hace tiempo de dónde venía y quién era.

Había gozado de una juventud más larga que la de cualquiera y no sabía si agradecer o maldecir. Su aspecto era el de un hombre que se acercaba lentamente a los cuarenta, cuando a ese número en realidad se debían agregar un par de cientos. Era muy viejo y se sentía como uno, pero la ilusión de su todavía vigoroso cuerpo lo empujaba a actuar como un niño algunas veces, incluso cuando ya estaba cansado de la vida y de sí mismo.

Él nació el mes de diciembre y en febrero del siguiente año hubo una catástrofe que afectó al mundo entero. Un volcán del otro continente descubierto había hecho erupción de manera colosal y lanzado gases tóxicos a toda la atmósfera, malogrando las cosechas y causando en su patria una hambruna que tomó la vida de más de dos millones de personas. Su familia fue parte de tal grupo. Misha no entendía por qué fue el único sobreviviente si fue para declararse un solitario de por vida, pero aún no perdía la esperanza de hallar una respuesta.

Como el Zar que reinó durante ese periodo era alguien progresista, envió a un montón de niños a estudiar en el extranjero, incluido él. Misha, habiendo perdido a todos sus cercanos siendo todavía un bebé, no tenía idea de la clase de ser que era. Vivió su infancia con relativa facilidad en un internado español hasta que se empezó a dar cuenta de que, mientras los otros niños crecían, él se quedaba igual. Esto llamó la atención de múltiples adultos, a los que faltaba un mínimo aliciente para que desconfiaran de cualquier cosa. Lo empezaron a hostigar con frecuencia, vigilándolo a cada instante y segregándolo de los demás niños, por miedo a que en cualquier momento se manifestara gracias a él un ente maligno. Misha estaba pasando por un severo momento de angustia cuando conoció a quien sería lo más cercano a un padre para él: Juan.

Juan a secas. El hombre era el encargado de mantenimiento del internado y nunca lo vio sino hasta que se presentó ante él en donde se refugiaba de los ojos inquisidores. El hombre lucía sobrio, pero tenía un porte intimidante y ojos tétricos, los que hicieron que el niño obedeciera de inmediato cuando el adulto le espetó un "sígueme". Lo llevó a un lugar apartado, matando de terror al pobre niño, que se encomendaba a todos los santos. Pero en contra de todos sus miedos —que perjuraban sería descuartizado—, presenció algo alucinante; Juan se transformó en un lobo. Quedó tan sorprendido que no atinó a nada sino a admirar embobado a aquella bestia de pelaje marrón, la cual de alguna extraña manera logró comunicarse con él, haciendo resonar su voz dentro de su cabeza sin necesidad de hablar.

"Puedes oírme, ¿cierto niño?"

Allí comenzó su larga aventura. Confirmó lo que creía después de seguir las instrucciones de Juan y verse a sí mismo en cuatro patas y cubierto de pelaje rubio brillante. Era un hombre lobo. "No; un cambiante del tipo licántropo", le explicó el adulto con impaciencia, propinándole un zape. Juan le dio una escueta introducción a lo que sería su nuevo mundo y desde ahí nunca más pudo vivir como un humano, ni convivir con ellos. Su mentor lo sacó del internado clandestinamente y lo llevó con su manada, un grupo que tenía la fachada de ser una familia común para encubrir su naturaleza prohibida. Misha entendía muy poco lo que le estaba pasando, pero pronto comenzó a comprender las complejidades de ser lo que era. Ya no podría nunca más vivir en regla, sólo ser un ente furtivo, que tan rápido como llegaba a un lugar, se iba. Jamás podría volver a dar su nombre real a alguien, ni cortejar a una dama que no fuese de su especie, porque no le atraería a menos que fuese su destinada. Aprendió a ser un pillo que huye de la persecución y se busca líos, aprovechándose de la clandestinidad de ser un monstruo, como los humanos gustaban llamarles. Así se desarrolló su vida de nómade, de estafador, de charlatán, y vivió de esa forma hasta la Gran Caída, donde finalmente pudo ser libre y dejar de esconder su real forma para enorgullecerse de ella.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora