Cuarenta y siete

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XLVII. Alguien a quien amar.

—¡Mierda, Niel! ¿Por qué no lo agarraste? ¡Es la única presa que hemos visto en semanas!

La muchacha agachó la cabeza, sumamente acongojada. Torció los labios y miró con temor a su amiguita.

—No alces tanto la voz, pueden oírte los monstruos...

La cazadora suspiró exasperada. ¿Por qué era tan difícil para la chamán tomar la vida de un simple animalejo? Para una chiquilla criada para asesinar, la actitud de la otra niña era inconcebible. Recordó las palabras que su padre le dijo alguna vez y adquirió su misma pose y voz impostada.

—No sé si eres consciente, pero si seguimos así, moriremos de hambre. Algún día deberás decidir si son ellos o tú.

Desde esa temprana edad, Brinda se dedicó a cazar únicamente para sí misma. En cambio, Niel se quedaba tras su sombra, encogida y con los ojos fijos en la tierra, buscando raíces y cuidándose de no pisar ningún bichito. La misma pregunta rondaba su mente cada vez que veía a Brinda sobrevivir triunfal a sus enfrentamientos con bestias.

¿Son ellos o yo?

En el fondo de su corazón, ella siempre tuvo la respuesta muy clara.

A Nilah y Níniel les gustaba levantarse apenas el sol se asomaba tras la montaña, pero también dedicar un par de minutos a la observación de sus retoños, que parecían resplandecer con la luminosidad matinal. Los bebés de cinco meses de edad parecían haberse adaptado a la devoción que les tenían sus padres, casi como si estuviesen conscientes de la adoración dirigida a ellos. Ese día de otoño los bebés habían amanecido en conjunto a sus papás y abrieron sus ojos al unísono, mirándolos con curiosidad. Sus miradas eran muy diferentes, pero expresaban cosas parecidas. Airlia, que había sacado los ojos dorados que todo Velkan poseía —con excepción de Nilah—, observaba a ambos adultos mientras hacía ruiditos, ya ansiosa de ese nuevo día que se avecinaba. En cambio, Didier, que era más calmo, tenía unos ojos grises serenos como los de su madre. Nilah, quien tenía de su lado al varón, lo arropó más contra su pecho y este entrecerró los ojos, como si el tibio toque de su padre lo adormeciera. Por otro lado, Airlia se comenzó a remover, inquieta, alegando por su hora acostumbrada de comer. Níniel soltó una corta risa para arrimar a la pequeña sobre sí y poder amamantarla.

Así era como los días en la cabaña comenzaban.

La mañana avanzó con presteza y Nilah ya se estaba preparando para salir —pues ese día se reunirían todos en su casa, debido a un anuncio por parte de los aldeanos— cuando se detuvo un instante a observar a su amada, la cual estaba sentada en el sofá con ambos hijos en brazos. Cuando Níniel sintió la profunda mirada oscura sobre sí, alzó la suya y le hizo una mueca graciosa al cambiante, soplando un mechón en su rostro que Airlia afanada intentaba alcanzar. A Nilah, su realidad todavía le parecía irreal.

—No tardes mucho —pidió ella, ya resintiendo esas horas de soledad en las que tendría que encargarse de todo sola. Al menos era por un buen fin y le emocionaba la idea de tener a toda la familia reunida en su hogar por primera vez.

—Volveré lo más pronto que pueda—dijo Nilah, acercándose a su mujer para besar sus labios brevemente.

Ella posó su mirada en la pequeña cicatriz blanquecina que él tenía en la nariz y sonrió con nostalgia, recordando aquel día lejano en que conoció al lobo negro. Curiosamente, él tenía cicatrices de casi cada vez que se encontró con ella y eso la hizo pensar que, ya sea con o sin intención, de alguna forma siempre terminaba haciéndole daño a Nilah. Su semblante decayó al pensar esto y él lo notó.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora