Cuarenta

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XL. Libertad carmesí.

(Para darle más sabor al asunto, reproducir multimedia cuando vean el símbolo "🎶". ¡Disfruten!)

Salió de la casa de Nilah con fluidez, como si fuese suya. Él había dicho que era su hogar, el de ambos, y ahora una sensación de urgencia le decía que tenía que volver con bien a ese lugar, donde él estaría esperándole. Claro que donde Nilah se hallara ella se sentiría bien, así como aprendió a sentirse a lo largo de esos meses, apreciando su presencia y espíritu acogedor. Esa noche había experimentado algo que nunca antes supo que existiera, fue su primera vez haciendo muchas cosas; besando, tocando y amando también, pues él se dedicó a enseñarle pacientemente, incluso el significado de la palabra "amor". Ahora que dejaba la cabaña y se encaminaba a los bosques y yacimientos para obtener lo necesario para su propósito, repasaba lo que había sucedido y anhelaba desde el fondo de su corazón que situaciones como esa, tan completas y enternecedoras, se repitieran muchas otras veces. Le agradaba pensar en una vida llena de aquello.

En el centro, el Bosque de Eucalipto la abrazó con sus aromas deliciosos. Tomó un par de ramas jóvenes y recogió algunas chucherías más, dudando de ir o no al refugio en el claro antes de partir. Decidió que sí, pues aunque su maestra era alguien sagaz y seguramente deduciría lo que iba a hacer, no permitiría ser detenida. Tenía que hacerse sí o sí, esa fue la convicción que formuló al meditar en su vigilia los pros y contras de su resolución. La vida —la supervivencia— no podía continuar con el flujo que había seguido hasta el momento, debía cambiar y ella tenía la clave para liberar las almas de muchas personas con su decisión, con su actuar. Así que lo haría sin importar qué, por ellos y por sí misma, para poder vivir sin el apremio de ser una presa del mundo y sus temores. Debía avanzar hacia el mañana.

Mientras caminaba, aplastando las hojas en el suelo, parecía contemplar su vida ante sus ojos. Era plena mañana y no había monstruos. Quizá nunca los hubo. Había paseado de aquí para allá durante meses y los pocos monstruos que se topó en su mayoría no fueron peligrosos. Y había gastado veinticuatro años encerrada entre enredaderas, cuando el mundo siempre le había tenido los brazos abiertos, o al menos dispuestos a su existencia. Parecía broma, pero no lo era; la Gran Zona no era ni de lejos la carnicería que se había imaginado y ella no era ni sería la última humana en sobrevivir escondiéndose, pues ya había conocido a varios que compartían ese estilo de vida. ¿Y si no eran tan pocos como se les había hecho creer? ¿Y si no todas las criaturas andaban por ahí cazando humanos por placer? No era así de simple, lo era mucho más y esta nueva perspectiva del mundo la impresionaba a la vez que alimentaba ciertas esperanzas sobre una vida más plena, libre y larga.

En el refugio subterráneo, Adair le había soltado un manotazo que terminó por arañarlo, antes de marcharse. Elman se encontraba atónito, incapaz de procesar la discusión en la que subieron estrepitosamente los niveles de violencia. Segundos después se apareció el jefe Kainan, alarmado por las repentinas alzas en sus voces y se encontró con el huldufólk de los cielos tirado en la tierra, con sus ojos cristalinos y las uñas de su hermana marcadas en su mejilla. El anciano frunció el ceño sin decir nada y lo ayudó a ponerse de pie, compadeciendo al pobre ser que lucía tan desconsolado.

—No sé lo que le pasa. ¿Usted lo sabe, jefe?

Kainan presionó los labios, formando una línea. Adair se había marchado definitivamente luego de venir haciéndolo desde hace días, después de haber terminado mirando con malos ojos su liderazgo y decantándose por uno más revolucionario.

—Creo que la polilla ha encontrado una bombilla más brillante contra la cual estrellarse.

La criatura de la tierra se encontró con su nueva jefa en su oasis secreto, uno de sus escondites cercanos al cementerio de basura humana, del cual Alanna había dispuesto sin siquiera preguntar. Afinaba los últimos detalles para la gran noche y como la mujer meticulosa que era, no dejaría nada al azar. Cuando Adair llegó, la chamán se le quedó mirando largamente, como maquinando algo en su cabeza, pero la huldufólk no pudo interpretarlo pues su jefa era inteligente y había aprendido a mantenerse siempre calma para que no interpretara su energía. Era una digna líder, que no se dejaría ningunear por ninguno de sus subalternos. Pero Adair era paciente y como un gusano se arrastraría hasta el mismo pedestal divino del que algún día ostentaría su líder. Allá en la cima, casi en los cielos.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora