Veintitres

214 30 34
                                    


XXIII. La suerte está echada.
Parte I
"La venganza de los osos."

23 años atrás.

Era un día nublado en toda la extensión de la Gran Zona, pero cada división mantenía su propio clima usual. Era verano, así que en el Norte no nevaba ni llovía, pero comparada a las demás zonas, aquella todavía preservaba el frío en el aire y el agua helada de los ríos, víctimas del derretimiento de hielo que caía desde las montañas.

En la desembocadura del río más macizo de la Zona Norte se dividían los territorios de dos especies enemigas. Por el lado del pleno Norte había un grupo de cambiantes lobo y por el otro lado, uno que colindaba con la Zona Este y su estrecho montañoso; los cambiantes oso. Aunque eran criaturas de la misma clase, su mitad animal los enemistaba desde sus parientes más salvajes hasta sus miembros más civilizados desde el principio de los tiempos.

Después de la Gran Caída, varios grupos de diferentes monstruos, que antes se habían mantenido en el anonimato viviendo acorde a su lado más primitivo, salieron a la luz y se regocijaron debajo de ella. Estos dos grupos habían sido parte de lo más bajo de la sociedad monstruosa y abandonado casi todo rastro de humanidad, aproximándose a lo que se podría llamar "hombres lobo y hombres oso". Cazaban indiscriminadamente, no seguían las reglas de los grupos dirigentes, liquidaban al que se les cruzara en el camino y eran protagonistas de constantes enfrentamientos mortales. Y al tener que compartir el agua del río y sus riquezas, el choque provocaba un estallido inmediato e inevitable.

Pero aquella vez fue la última disputa.

Anteriormente, en una de sus muchas confrontaciones, se marcó un precedente que fue más allá de la simple antipatía. Ese día nublado de verano, cuando el agua aún era muy fría, un niño u osezno —pues su figura infantil estaba cubierta de pelo y coronada por orejas de osito—, se escabulló del ojo protector de sus padres para atrapar algunos peces. En eso, llegaron dos hombres lobo jóvenes, quienes, al ver al niño indefenso, no dudaron en saltar sobre él y asesinarlo. Era costumbre de lobos aniquilar a cualquiera que fuese una potencial amenaza para su poderío, algo que incluso hacían con los de su propia raza, así que no fue un comportamiento atípico, pues estaba en su naturaleza. Sin darle mucha importancia al evento, dejaron el cuerpo del niño flotando en el río, a sabiendas de que no gustaban de la carne de oso. Marcaron un poco el territorio y se fueron.

Ese hecho causó un golpe de ira en los cambiantes oso, quienes convulsionaron gracias a una burbujeante furia. La sed de venganza casi los mató, pero decidieron servirla en un plato frío. Esperarían y harían caer a los lobos por su propia ceguera.

Pasaron dos semanas sin disputas o avistamiento alguno de osos. Los lobos se relajaron y creyeron vencedores del interminable conflicto.

Y así dio inicio la tragedia.

Los lobos y sus mujeres disfrutaban de un festín nocturno cuando se dieron cuenta de que un oso se había infiltrado en sus territorios. Podrían haber ido unos pocos a patrullar, pero olieron cómo la raza enemiga comenzaba a marcar todo su lado del río, y eso era una declaración de guerra. Furibundos, desde el más viejo hasta el más joven, su alfa, los betas y los omegas se alistaron y asistieron al campo de batalla, dejando solas a todas las lobas y a sus hijas e hijos más pequeños.

Eso era precisamente lo que esperaba el enemigo.

La batalla fue extraña. Los lobos, que no solían ser muy analíticos, se dieron cuenta de que los osos no peleaban a matar, sino que jugaban con ellos. Al amanecer, sus rivales dieron media vuelta y emprendieron la retirada, dejándolos con una enrarecida sensación de victoria. Cuando el fragor de la pelea fue mermando poco a poco, se fueron dando cuenta del error que cometieron y, desesperados, corrieron devuelta a su manada. Allí lo presenciaron. Sus sospechas eran ciertas.

El alfa de la manada, un híbrido de pelaje grisáceo, ahora empapado de sangre, fue hasta una pequeña posa de agua sucia, en donde su cachorra yacía boca abajo, destrozada. Un poco más allá, el cuerpo de la alfa madre reposaba con un brazo estirado hacia su pequeña niña. El gran lobo, que portaba un anillo de plata, tomó el cuerpo sin vida de su hija y lo estrujó contra su pecho, comenzando un llanto que no acabaría jamás.

El escenario era desgarrador, terrible. Los hombres lobo enloquecieron de dolor. Gritaron hasta que sus cuerdas vocales se dañaron, se autoflagelaron en un intento de igualar su padecimiento interno, lloraron durante una semana entera lo que se convirtieron en cuerpos putrefactos y nidos de larvas, sin que eso los alejara. Algunos no pudieron con la descomunal pérdida y acabaron con sus vidas. Era tan grande su dolor que no daba cabida a cualquier otro sentir como la rabia o el deseo de venganza.

Solamente deseaban una cosa: volver a verse con sus familias.

No sé si aún sea viernes en algún lugar, pero bue.

También lamento que sea tan corto, pero en el momento que lo escribí salió así y ya no hallo qué más agregarle. Prometo compensar con las siguientes partes, que serán muy interesantes...

Nos leemos luego.

¡Feliz 18! 🇨🇱

—HLena.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora