Trece

248 39 76
                                    


XIII. Los que desean saber.

Volvía a ser día de lobos, como a él le gustaba llamar. A Nilah le importaba un bledo la luna, pero Darío aprovechaba la divina ocasión para dejar sus instintos más animales aflorar. Cazar algo, aullar, trotar en cuatro patas, eran cosas que él valoraba, pues le recordaban mucho a su juventud dorada, cuando el mundo humano aún no decidía abrir sus ojos y él tenía que cuidarse las espaldas si no quería ser quemado en una hoguera. Sonaba ilógico que su época más añorada fuera una tan oscura para su especie, pero era la verdad, porque el peligro lo hacía sentirse vivo. Cortejar señoritas, beber en sitios de mala muerte, asustar a algún aldeano, asistir a misa fingiendo ser un señor. Todo aquello estaba bien para él y nunca se preocupó de más hasta que sus camaradas fueron cayendo, quedándose solo. Quizá por eso Nilah era tan importante para él, pues lo conoció en esas épocas y representaba a una manada completa con su sola presencia; era hermano, padre, amigo y líder, todo junto. Y el único remanente de aquellos tiempos de oro que ya no volverían.

La señora Agda se había preocupado porque el veneno les afectara más debido a su edad, pero demostraron que aún conservaban un poco aquella vitalidad de gracia concedida. Para haber estado a punto de morir, la habían sacado barata.

Cuántas ganas tenía Darío de estrangular a esas humanas.

Cuando él aún se hallaba en cama, perezoso, Nilah dijo que se encontraba mejor y ya se estaba vistiendo para salir. Darío creyó por un momento que se marcharía para ir a buscar a la humana de nuevo, pero no quiso preguntar, aunque el lobo negro pareció leer sus pensamientos.

—No iré por ella.

Eso le sorprendió grandemente. Jamás lo había oído tan tajante respecto al tema.

—¿Y qué harás entonces? —preguntó con cautela, pues sabía que antes de reencontrarla, Nilah había contemplado la posibilidad de acabar con su vida en caso de fracasar. Por eso ahora, que la había vuelto a perder, el rubio temía por su cordura.

—Seguir. —Fue todo lo que respondió el de ojos negros. Darío pestañeó un par de veces hasta que logró sonreír con orgullo. Nilah había decidido vivir sin más de esa humana, la que significaba una condena de eterno sufrimiento para él—. Iré a presentarme a Alma mater por lo del incidente del híbrido. Seguramente me den una sanción o algo similar.

—Pero creí que ellos vendrían —comentó Darío, bostezando.

—Lo hicieron, pero estábamos envenenados —rio Nilah sin gracia y ató los cordones de sus botines. Se puso una vieja chaqueta de mezclilla y rascó su mandíbula, mirándolo—. No permitiré que seas perjudicado de ninguna forma, puedes estar tranquilo.

—Gracias, jefe —sonrió de lado y Nilah bufó, no sabía el porqué del apodo, pero ya estaba acostumbrado a no pedirle razones a Misha.

—¿Qué harás tú?

—Mmm... —bostezó, estirándose sobre las sábanas—. Creo que me quedaré un poco más. Es agradable ser mimado por una mujer, aunque sea una abuelita.

Nilah frunció el ceño, le irritaba cuando el rubio no era serio.

—Sabes a lo que me refiero.

—Ah, la luna. Pues lo de siempre. Cazar algo, revolcarme en el lodo... ¿Por qué? —inquirió Darío—. ¿Quieres que la busque? —El Velkan apartó la mirada.

—No.

—¿Seguro? —Se hizo el desinteresado. Nilah cerró sus ojos con vigor. Lo estaba probando.

—Nunca me repito, Misha. —Y se marchó, dejando al rubio solo y molesto.

—¡Bendito nombre el que se le ocurrió a mi santa madre!

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora