Cuarenta y ocho

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XLVIII. Des-enlace.

De una patada se abrió la puerta, revelando a Alanna. Lo primero que vio fue a Adair, pálida y alterada por el ruido, con sus ojos mágicos enfocados en unas llaves que tenía en sus manos. La voz le tembló al decir:

—Guarde silencio, por favor.

La líder rebelde hizo un mohín de extrañeza ante la actitud de la Fearann, moviendo su cabeza hacia el costado. Allí se encontró de súbito con la imagen de su hija en el suelo, con la lanza de su gente enterrada en el vientre y los ojos sin vida. Lentamente, volvió su mirar a la criatura, que no apreció la sombra de la locura asolando a su líder, pues estaba ocupada rememorando las últimas palabras de la humana mientras apretaba las llaves con fuerza y repetía: "lo hice, jefe, lo hice".

Alanna caminó pasivamente hasta su hija para desenterrar la lanza de su vientre. Le dedicó una mirada ilegible a Níniel y volvió sus pasos hacia su subordinada, que temblaba sin control. Cuando Adair percibió la mortal presencia de la bruja junto a ella, dejó de temblar y agachó la cabeza, serena. 

—Inmunda criatura...

No era sorpresa morir a manos de Alanna, pero sí hacerlo por el hecho de ser un sacrificio para que dos niños viviesen. Ella había llevado a la muerte a su padre y a su jefe, y ahora que había dos vidas que salvar, ella y la humana eligieron perecer. A pesar de que perfectamente pudo señalar al culpable o echarse a volar, decidió quedarse, efectuando la decisión más importante de su vida. Ahora comprendía lo dicho por el jefe Kainan y se sentía de cierta forma tranquila, pues si lo dicho por él era real, pronto estarían juntos de nurvo, en aquel lugar que siempre anheló; los cielos.

—Yo no fui... pero me lo merezco. —Miró a Alanna con gravedad y apuntó a Níniel—. Dijo que el renacer por la plata no sería de ella.

Y sintiendo que había cumplido con su palabra, Adair Fearann cerró sus ojos para siempre. La polilla había perecido víctima del calor de la bombilla contra la cual decidió estrellarse.

Mientras, en los oídos de Alanna había absoluto silencio. Y era curioso, porque siempre había ruido en su cabeza, tribulación, recuerdos tortuosos de cuando lo perdió todo, los que se repetían incansablemente y obnubilaban todo lo demás. Pero ahora su hija no estaba y el silencio la volvió omnipresente, ya que siempre fue muy callada. De pronto, se hizo presente de nuevo el ruido en su cabeza, pero de una forma agónica, pues oía la voz de su hija; aquel tintineo suave. Y vio sus malditos ojos grises, que siempre la miraron con una muda súplica, la que en el fondo parecía gritar por lo que se negaba a aceptar. No la quería oír, no sabiendo que eran sus recuerdos. La miró y su calvario aumento al pensar que ya no oiría más a Níniel.

Se jaló el cabello, intentando mantener el poco control que le quedaba, pero su hija seguía inerte y nunca volvería a moverse, ni a mirarla, ni a pedirle con su irritante valor que la llamara por su nombre. Se arrastró por el suelo hasta llegar a los pies de su única descendiente y se aferró a sus viejas túnicas, esas que le confeccionó de pequeña con tanto esmero, y lloró con brío. Se mantuvo efectuando un llanto frenético hasta que oyó un ruido que cortó su llanto, pero no su suplicio. Se devolvió a la sala, enardecida, y pateó el cadáver de su fiel subordinada mientras se arañaba la cara, hasta que notó las llaves en las manos de Adair. Las tomó con duda y entonces oyó nuevamente el sonido de hace unos momentos, proveniente de aquella habitación cerrada que Níniel parecía custodiar. Pasó por un costado del cuerpo de su hija, derramando lágrimas ácidas, y encontrando la llave adecuada, abrió la puerta.

No se atrevió a proferir ruido alguno, pues sus nietos dormitaban, ajenos al reguero de sangre que los rodeaba. La cara húmeda de tantas lágrimas de Alanna se contorsionó en una mueca de profundo dolor y se tapó la boca para acallar sus gemidos lastimeros, golpeándose las sienes con los puños para evitar desmoronarse ahí mismo. Níniel, su pequeña Níniel. ¿Qué importaba que tuviese la apariencia de esa loba? Si siempre había sido genuina en su alma y la ceguera producida por el odio nunca le permitió ver eso. Se rasgó las vestiduras, odiando la realidad que ella misma había tejido. Casi postrada ante la cuna, como en pose de oración, tensó sus músculos con tanto vigor que sus uñas se enterraron en su piel, lacerándola sin dolor. Se preguntó en qué momento había dejado de ser humana para convertirse en un monstruo. Y no sangró, aunque lo deseaba en lo profundo de sí, para poder demostrar que aún había algo de humanidad en su interior y que nunca había deseado ese desenlace tan terrible. Volvió a llorar y sus sollozos se volvieron audibles, lo suficiente para que Didier, que se removía incómodo desde hace un rato, abriese los ojos.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora