Veinticuatro

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XXIV. La suerte está echada.
Parte II
"El anhelo de los lobos."

La muchacha se secó el sudor de la frente y resopló, luchando por contener las lágrimas de frustración. El joven que hace segundos la poseía la había dejado toda sucia y apenas él acabó, se fue corriendo despavorido, avergonzado de sí mismo. Como era costumbre entre chamanes para ese tipo de situaciones, la chica rasgó los bordes de sus vestimentas y usó los trozos para limpiarse, pues no podría asearse en mucho tiempo, ya que había sido su turno de lavarse el día anterior. Algo decepcionada, pero ya repuesta del patético encuentro, emprendió camino de vuelta al centro del clan.

Hace un par de días había llovido y eso fue un problema para los chamanes, pues el agua revertía el efecto de los Polvos de Camuflaje. Ella había aprendido a prepararlos hace poco, pues recién estaba entrando en la edad en la cual les enseñaban cosas más complejas. Aquella fórmula les servía para desaparecer todo lo que expidiera aroma y los mantenía a salvo en ese mundo de monstruos. Vivían dentro de una fortaleza de arbustos y enredaderas, cubiertos constantemente por capas y capas de polvo. Era tanto el nivel de producción y uso de estos que había bodegas llenas de sacos enormes, y lo peor era que se vaciaban con rapidez. Por el uso de ellos y para mantener su paradero oculto, no tomaban baños ni se aseaban regularmente, utilizando trapos humedecidos cada cierto tiempo para limpiarse por partes. Alanna odiaba sentirse sucia, pero entendía que en su condición de humano no podía pedir mucho. Además de las deficientes costumbres higiénicas de los chamanes, hacían uso en extremo cuidadoso del agua; casi no la bebían, comían cosas secas, no cocinaban con ella y tampoco cuidaban de plantas, excepto las que los protegían del exterior y servían para sus preparaciones. También permanecían casi todo el tiempo en silencio, con un estricto juramento que sólo les permitía hablar en situaciones especiales y procuraban que al hacerlo siempre fuera en susurros. Alanna no comprendía cómo de ser guías de los lobos habían pasado a ser meros brujos asquerosos que vivían peor que las alimañas.

Cuando llegó con sus maestros divisó a uno de los varones, un chamán mayor que le había enseñado bastantes cosas más que sólo artes chamánicas durante los últimos meses. Le dedicó una sonrisa discreta y sintió fuego recorrerla cuando el recio hombre la miró de manera intensa. Deseó tener un momento a solas con él para quitarse el mal gusto que le dejó su compañero de lecciones, al cual buscó en un vano intento de apalear la soledad. El maestro en cambio era un hombre hecho y derecho que siempre la hacía sentir bien en ese lugar ajeno a los sentimientos. Lastimosamente no podría concretar un encuentro con él en mucho tiempo, pues su mujer estaba pariendo a su primer hijo.

Alanna, ofuscada por la situación y ya hastiada del ambiente siempre tan denso entre los chamanes, quienes vivían con la psicosis de perder el camuflaje, se marchó a las lejanías a caminar. Sus pensamientos variaban entre lo humillante que era vivir de esa forma y lo mucho que deseaba tomar el lugar de aquella mujer, marcharse y vivir a su modo junto a su maestro, generando sus propias costumbres. Si tan sólo pudiese salir de ese asfixiante lugar y mirar por sí misma y sus necesidades propias. Pero dudaba de que eso ocurriera y no estaba segura de algún día concretar esa mera ilusión, pues haría falta un empujón lo suficientemente fuerte para avivar la patética llama en su interior que no se atrevía a arder.

Iba tan sumida en sus pensamientos que, sin fijarse, hundió su pie izquierdo en un charco. Alarmada, sacó el pie de inmediato y se quitó el cuero mojado, agravando más la falta al empaparse las manos. Angustiada, corrió hacia el clan con desespero, llegando agitada y sorprendiendo a los chamanes y a su maestro, quien cargaba a un recién nacido cubierto en fragante sangre. Él le sonrió, pero el gesto desapareció de su faz al ver la expresión de terror en su discípula.

—Maes...

Un rugido terrible sacudió a los humanos. Una veintena de hombres lobo hicieron pedazos las enredaderas y rodearon a los chamanes. Los monstruos lucían atroces, con el pelo erizado, hocicos espumeantes y ojos enrojecidos. Alanna se ubicó junto a su maestro y alzó altiva la barbilla, sin medir el peligro mortal al que se estaban enfrentando. Él la movió hacia atrás, protegiéndola.

En plata renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora