Capítulo veintidós

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Johanna miró sorprendida a la pantalla en la que aparecía una histérica Lauren sin poder controlar el volumen de su voz y sollozos, sus hermanos horrorizados y Trevor sin salir de su asombro.

¿Que Lauren qué? ¿Cómo que no escuchaba nada? ¿Acaso lo que le habían inyectado había anulado la función de sus oídos? ¡¿Qué contenía el dardo que acabó en el cuello de la pequeña Lauren?! ¡Y, para colmo, había Agentes de la Paz en la arena! ¿Estaban locos? Johanna pensó, enfadada, que ojalá Marianne cogiese el arma del Agente que Susanne estaba golpeando y se cargase a todos los nuevos voluntarios.

Johanna no había pasado de largo a los otros dos tributos, la del Distrito 3 y el del Distrito 5, siguiendo a Adrien y a los chicos. Esos dos tenían un plan, seguro. Sabía que, al ser los finalistas, todos (o la mayoría de los voluntarios) intentarían ir a por ellos. Aunque tampoco entendía qué hacía Susanne, la novia de Kean (según él había mencionado), entre los voluntarios. Era del Distrito 7, no del 6. Sin embargo, los del Capitolio no trataban ni siquiera de disimular sus juegos sucios en los Juegos del Hambre. También se sentía intranquila por la separación de Kean y Marianne del grupo, aunque se tranquilizó cuando Kean y Susanne se encontraron con Marianne. Después de lo que la chica enfermiza del Distrito 2 había hecho con los hermanos Marteen no se fiaba un pelo de su hermano, Mika Dean, y deseaba su muerte lo antes posible. Al menos esperaba que Marianne consiguiese utilizarle, aunque se veía demasiado encandilada con el chico, incluso un poco encariñada (en el término romántico).  

Blake, la chica del Distrito 10, había huido de allí sabiendo que Trevor la tenía fichada por disparar a Lauren. ¿Para ella eso era una especie de juego? 

Estaba angustiada... Giró la cabeza e intentó mirar a su alrededor para buscar a los patrocinadores. 

—Oigan —habló la mentora del Distrito 7. Su voz fue dura, captando en seguida la atención de esos peces gordos que miraban entusiasmadísimos la pantalla que tenían frente a sus ojos, amando el giro de los acontecimientos—. Dejadme ver qué puedo conseguir para curar a la niña.

Los dos señores se miraron entre ellos antes de partir en carcajadas. Johanna tragó aire por la nariz para no arrancarle el bolígrafo que mantenía entre sus grasos dedos y clavárselo en las cuencas de los ojos. Uno de ellos, que tenía una brillante calva en la cabeza, terminó unos segundos más en dejar de reír al ver a la chica con una mirada desviada.

—Lo siento, señora, pero no hay nada que podamos hacer contra las nuevas armas —le contestó el que se calmó primero que, aunque había dejado de sonreír, aún tenía un tono jocoso.  

—¿Cómo que no? ¿Eso quiere decir que es temporal? —insistió Johanna, sintiendo una presión en el estómago: ¿esperanza?

—Para nada, no tiene que ver —casi se burló el otro señor. Johanna apretó los puños con ira al sentirse insultada por esos dos imbéciles—. Los efectos de las drogas que se han implantado a la arena son permanentes.

—¿Y no hay nada que pueda facilitarle? ¿Algún audífono? —soltó ella, pensando ya en varias soluciones que seguramente los patrocinadores podrían permitirle ayudar a Lauren. 

—No, nada de audífonos. Ella no tiene deficiencia auditiva, ahora está sorda. Lidie con eso, señora —masculló lo último con pesadez el que tenía las manos grasas. 

—Sí. Además, un audífono no ayudaría, ya que esa droga tiene un efecto que hará que se olvide de cómo se sentía escuchar anteriormente. En unas horas ella estará como si fuera sorda de nacimiento —habló el señor calvo, alucinado por las nuevas armas y sus efectos.

Los juegos del hambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora