Capítulo veintisiete

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Peeta reaccionó cuando mencionaron su nombre, como si una alarma se hubiera encendido en su tocado cerebro, recordando cuáles eran sus órdenes. Después de veinticinco años de torturas, por fin era libre. 

Sus pupilas se encogieron hasta ser casi invisibles, dejando solamente el tono claro de sus ojos que, aún siendo delicado, tenía esa horrible oscuridad translúcida , casi como una delgada manta que no le dejaba percibir lo que realmente sucedía.

No, no quería que eso sucediera. Adrien no quería asesinar a alguien tan importante como lo era Peeta. Simplemente no podía. ¿Era realmente Peeta? ¿Era un simple muto, o una distracción como aquel hombre lobo que parecía Roan y aquel puma canela que podía ser Cara?

—No lo hagáis —habló Adrien, no sabiendo si había sonado como una súplica o como una orden. Ni siquiera él sabía qué era, probablemente una mezcla de ambas.

—¡¿Qué?! —chilló Kris, sorprendida ante aquella petición. La rubia tenía la nariz arrugada del fétido hedor que desprendía ese cuerpo, pero al girarse para mirar  a su hermano su mueca había cambiado a una confundida.

—No quiero que lo hagáis. No quiero deshacerme de él por el Capitolio —insistió él, viendo cómo Peeta avanzaba un paso con su gran pierna metálica. Kris volvió a mirar al frente en seguida, agarrando más fuerte el machete. Vale, entendía el punto de Adrien.

—Pero... —susurró Marianne realmente dividida—, ha sufrido mucho. Creo que el verdadero Peeta querría que le libérasemos de esta tortura por fin, ¿no? 

—Buen punto —asintió Alex, de acuerdo—. Sin embargo, podríamos llevarle con nosotros.

—¿Os estáis escuchando? —preguntó incrédulo Kean, observando cómo Peeta avanzaba otro paso—. ¿Y si es un muto? ¿Queréis sacar un muto fuera de la arena?

—Bueno, Susanne ahora también es un muto —echó en cara Adrien, sorprendiendo a todos por la intensidad de su contestación—. Dejadle inconsciente. Nos lo llevamos.

—¿Sí? ¿Y lo vas a llevar tú, que hace un segundo estabas inconsciente y sin fuerza? —volvió a escupir con cansancio Kean—. Porque es obvio que lo tendríamos que llevar uno de nosotros.

Roan supo que estaba incluido dentro de ese "nosotros".

—Yo lo haré —se ofreció Roan, asintiendo hacia Adri. Recordaba la pequeña petición de la chica de pelo morado, no sería difícil para él llevar ese peso muerto.

Bueno, lo sería, pero se arriesgaría.

—Pues venga, déjale tú inconsciente —ordenó Kean, que ya se había enfadado con Adrien.    

Adrien recorrió el perímetro con la mirada, viendo una palangana de acero a su izquierda. Lo agarró, no sin primero asegurarse de que estaba vacío y seco, y con la mano derecha lo colocó de cierta manera.

—¿Le vas a dar con...? —empezó Marianne, pero se calló cuando Adrien, girando su cadera para coger impulso, le estampó el urinal en la cara.

Adrien sabía que la nariz era un punto sensible a la presión, y que si le daba con determinada fuerza y en determinado lugar caería inconsciente. En esa situación era la manera más segura que conocía de hacer que alguien se desmayara, ya que no podría acercarse a él para cortar su respiración o golpearle hasta que su cuello chocara con ciertas vértebras que dieran a los nervios para dejarle inconsciente.

Sin embargo, el cuerpo ancho pero ahora delgado de Peeta seguía incorporado y, cuando alejó el urinal de su cara, una mueca de completo cabreo se dibujó en su rostro.

Los juegos del hambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora