Capítulo treinta

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Panem era un país aislado por voluntad propia. Era un país que no conocía el resto del mundo, ni siquiera sabía que existía. Durante tres generaciones el único mapa que se enseñaba era el del propio país. Los globos terráqueos habían sido modificados y únicamente aparecía Panem, lo demás figuraba como un extenso mar infinito. 

Había sido fácil controlar a sus Distritos ya que sabían que no tendrían adónde huir si escapaban de las barreras creadas hacía veinte años por el Capitolio. Para ellos solo existía Panem, aquella triste y oprimida nación.

La historia de dos siglos hacia atrás había sido eliminada, únicamente se mostraban las victorias del gobierno contra su propio pueblo. No había libros de historia ni una asignatura que se enseñara en los colegios ni institutos, solo lo que se contaba de boca en boca. Sin embargo, al menos circulaban las antiguas cintas de los Juegos del Hambre en el mercado negro. 

No se hablaban más idiomas aparte del inglés. Ni siquiera se recordaba la existencia de más de tres. Por eso fue algo que chocó a la población cuando Alex admitió querer aprenderlos. ¿Para qué? No servirían para nada.

Por aquella razón los Marteen no entendían cómo iban a escapar del Capitolio si estaban rodeados. ¿Esconderse hasta que los encontraran? 

Suponían que los rebeldes tenían esa parte del plan cubierta.

En esos momentos habían parado entre un bosque no muy lejano a la arena. El cielo estaba teñido casi de negro hasta cierta distancia y aún olía a quemado hasta donde se habían detenido. Susanne había aparcado de mala manera cuando Uriel se lo había ordenado ya que aún seguía sin recordar nada del plan. Debido a que la furgoneta negra iba delante y la iban siguiendo, Roan se detuvo justo detrás sintiéndose algo ansioso. ¡¿Acaso parar no le daría algo de ventaja al Capitolio?!

Susanne se dio cuenta de que estaba sudando, y es que entre el bebé dificultándole la respiración y el disparo que había recibido entre las costillas sobre la armadura se le estaba haciendo difícil conseguir aire con normalidad. 

—Todos abajo —ordenó el Consejero, notando la mirada ansiosa de la Vigilante Jefa. Él ya sabía que quería pasarse por la furgoneta gris. 

Roan, Alex, Marianne, Kean, la Vigilante y Markus y Dagianne (que no habían podido dejar de llorar por la muerte de Valdus) acataron la orden del señor y corrieron a reunirse con los otros. Kean estaba desesperado por ver que Susanne estaba perfectamente bien.

Sin embargo, al acercarse al vehículo gris pudo ver a través de la ventana que Susanne tenía las mejillas enrojecidas y las sienes húmedas, además del ceño fruncido y los labios apretados por una molestia.

—¡Susanne! —Abrió con rapidez la puerta y su tono preocupado alertó a Kris, que iba de copiloto. 

Ella, a diferencia de Susanne, estaba casi blanca y como iba concentrada en no vomitar lo poco que le quedaba en la tripa no se había fijado en el estado de su cuñada.

Adrien, que iba detrás curando la herida de bala de Trevor y le había pasado la crema curativa a Uriel para aplicársela en su costilla, también estaba a punto de devolver por culpa del fétido olor que desprendía el cuerpo de Peeta.

Kean cogió a Susanne por debajo de las rodillas haciéndola pasar su brazo por detrás de los hombros de Kean. 

—¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre?

—Bu-bueno, sii me disculpáis... —balbuceó Kris, bajando de la furgoneta. Poco después estaba con sus manos apoyadas en sus rodillas algo flexionadas y haciendo sonidos de arcada mientras vomitaba sobre un matojo de flores.

Los juegos del hambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora