Capítulo seis

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—Kristinne Marteen.

Solo quedaban las hermanas del Distrito 7 en la sala, junto al Distrito 11 y 12. Las hermanas de Kris le desearon mucha suerte y ella se levantó del sitio, entrando al lugar lúgubre. Había poca iluminación y, como las paredes eran oscuras y muy altas, el sitio vacío a excepción de varios materiales parecía enorme. Se sentía una pequeña hormiga. Avanzó respirando, dándose el valor y la seguridad en sí misma. Era cuestión de ponerse en situación: los maniquíes no eran maniquíes, eran personas que atentaban contra la vida de sus hermanos y de la suya. Los objetos inofensivos que lanzaban contra ella eran armas, flechas, cuchillos. Solamente debía imaginarse en la arena y su buen instinto saldría. 

A un lado de una máquina extraña había un machete brillante con el mango negro. Lo agarró con seguridad y se acercó a los tres maniquíes inmóviles que le sacaban dos cabezas, dándole vueltas al machete entre sus manos. Respiró hondo, cerró los ojos y al abrirlos se imaginó a los trillizos del Distrito 1. Se puso en situación: estaba en la arena, detrás de ella estaba Marianne, herida e indefensa. Marianne la necesitaba. Apretó sus manos entre el mango del machete y cortó con extremada fuerza la cabeza del del medio. Se echó hacia atrás y escuchó que la máquina a un lado empezaba a funcionar. Un cuchillo arrojadizo de mentira salió disparado contra ella, que esquivó con rapidez. Se agachó, pasó entre las piernas del segundo maniquí y le cortó la cabeza por detrás. Solo quedaba uno en pie, pero la máquina que tiraba objetos empezó a coger una velocidad bastante mayor. Saltó, se agachó, hizo unas cuantas piruetas y al final decidió inmovilizar al maniquí que quedaba para usarlo de escudo humano. Tres cuchillos y una lanza acabaron incrustados en el pecho ancho del último maniquí. Terminó clavándole dos veces más en el pecho el machete para rematarlo. 

Había hecho tiempo récord personal: en diez minutos se había deshecho de tres maniquís sin tener ni una sola herida y esquivar todo con algo de cansancio. Giró su cabeza en dirección a la habitación llena de comida para mirar la reacción de los Vigilantes, que estaban bastante sorprendidos. Menos mal que eran Vigilantes y no tributos, ya que se tendrían que enfrentar con gente tan letal como esa chica de diecinueve años del Distrito 7. Uno de ellos aplaudió, aunque seguía con una cara de asombro. Kris sonrió con arrogancia y empezó a abandonar la sala aún con el arma en la mano. Cuando estaba a bastante distancia, lanzó el machete, clavándolo en el pectoral izquierdo, a una corta distancia del corazón, de uno de los maniquíes ya decapitados, haciendo que uno de los Vigilantes lanzara un pequeño chillido, sin esperarse aquello último.

—Cara Marteen —habló el altavoz de nuevo. Kris parecía demasiado contenta. Vio a su hermana Lauren, que esperaba a que le dijese con una mirada si había ido bien. Sonrió aún más y eso Lauren lo tomó como una buena noticia.

—Suerte —dijeron Marianne y Lauren a Cara, que les sacó los dos pulgares en señal de tranquilidad. Pasó por la puerta corrediza y llegó a su puesto. 

A un lado estaban dos de los guantes metálicos con garras y, al otro lado, una colchoneta. Había unos cinco sacos de plumas con forma humana frente a ella. Se colocó los guantes dándoles la bienvenida con una sonrisa entusiasmada. Amaba esos dos guantes tanto como la moda. Se retorció el cuello, dio unos saltitos en el sitio y respiró, preparándose. Se acercó a uno de los sacos marrones y, de manera tan rápida que casi no fue visible, pulsó los botones, sacando las cuchillas metálicas de inmediato.

En menos de dos minutos todos los sacos estaban con las plumas rojizas fuera, simulando las tripas de los tributos. Eso paralizó por un segundo a Cara. Se imaginó a Trevor, tumbado en el suelo y con los ojos vacíos y abiertos, al igual que su estómago. Empezó a respirar con anormalidad y su corazón se aceleró. Se ordenó calmarse a sí misma, y contó hasta diez. Los Vigilantes no podían pensar que era débil. No podían pensar que se le hacía duro matar a alguien inocente como Trevor Odair, el que ayudaba a su hermana pequeña a hacer nudos en estúpidas cuerdas. No podían pensar lo que pasaba en realidad: que en la arena no sería capaz de asesinar a nadie, no si esa persona no había herido a alguien de los suyos. 

Los juegos del hambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora