Capítulo veintinueve

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La Vigilante Jefe giró la cabeza al escuchar el sonido del código de la entrada a la arena. Por el barullo que había pareció ser la única que lo escuchó, por lo que cuando se abrió lentamente la puerta todos los Vigilantes (incluyendo al Consejero) se callaron y una mueca confusa apareció en sus caras: ¿también sabían por dónde debían salir?

Roan le había dado su pistola a Kris, que la llevaba a la altura de la nariz y paseaba los ojos con rapidez por la sala, analizando todo lo que pudo en esos segundos de ruptura. La otra persona que llevaba el arma de fuego era Trevor, que iba con la misma pose que Kris solo que con un poco más de seguridad.

  —¡O-oye, alto ahí! Estáis rodeados, ¡no podréis salir de aquí! —gritó uno de los que estaba pegándose con el Consejero. Él, cabreado y emocionado a la vez, se lo quitó de encima con una patada, aprovechando que se había distraído.

—Tenéis dos opciones: la primera, que os quedáis callados y nos dejáis salir... la segunda, que os matamos a todos y salimos igual —habló Kean, impasible. Él llevaba el machete de Kris y le dio un vistazo rápido para que los trabajadores siguieran su mirada y vieran su arma—. Así que, a un lado. Nadie tiene por qué acabar mal, podréis salir de todo este sistema si nos ayudamos mutuamente.

El Consejero compartió una mirada con la Vigilante Jefe, que analizaba a los tributos que ya parecían soldados dispuestos a acabar con quien fuera con tal de liberar el país.

—¡Está bien, está bien! —gritó una de ellas, haciéndose a un lado. Se apartó todo lo que pudo de las mesas de control, pegándose a la pared y casi tropezando con el cadáver de uno de los Agentes de la Paz que había disparado la jefa con anterioridad. Tenía las manos alzadas en señal de rendición. No mucho después casi la mitad de la sala la imitó. Los que no querían sufrir consecuencias por los tributos se alejaron del problema. Sin embargo, los que le tenían aún más miedo al Capitolio se quedaron donde estaban, incluyendo los dos que estaban inmovilizando al Consejero.

—Bien, bien —asintió Dagianne en un susurro, contenta de que al menos recapacitase la mayoría.

La Vigilante Jefe se levantó con el arma en la mano, acercándose lentamente a Kris y Trevor, que iban presidiendo y respaldaban a los otros tributos. Echó una mirada para ver que Susanne se encontraba bien, que Uriel podía moverse un poco y aguantó la respiración al ver el cuerpo inconsciente de Peeta Mellark.

—Será mejor que os rindáis. Moriréis de todas formas, ya sea aquí, torturados o en la Mansión de Snow —empezó a hablar uno de los que no se retiró—. A lo mejor incluso os permiten regresar a la arena y uno de vosotros sobre...

Se calló en seguida para gritar del dolor cuando Kris apretó el gatillo en dirección a su pierna. 

—¡Mierda! —chilló ella cuando casi cayó hacia atrás por culpa del retroceso de la pistola. Él en cambio sí cayó, retorciéndose en el suelo mientras agonizaba. Kris se recompuso, apuntando otra vez—. ¿Algún otro que quiera una bonita cicatriz?

—¡Esto es un suicidio! —gritó otra chica (una de las que estaba sobre el Consejero) y fue a atender al herido.

—Ah, porque morir en la arena es un regalo... Apartaos de la salida —volvió a ordenar Kean observando a los dos vigilantes que estaban obstruyendo la puerta de salida. Unos golpes venían de fuera, probablemente siendo los Agentes de la Paz.

Alguien sorprendió al grupo menos a la Vigilante Jefe, siendo el único que quedaba sentado. Levantándose de su sitio con las manos en alto alarmó a los tributos.

Trevor le apuntó con rapidez ya que parecía que iba a hacer algo, pero la vigilante negó con la cabeza, asintiéndole para que se presentara.

—Hola, no me habéis conocido ninguno ya que nunca coincidimos en las cabañas —empezó algo nervioso, dejando en claro que hablaba con los rebeldes. Ellos parpadearon: efectivamente no sabían quién era—. Soy el aprendiz de tu padre —le dijo a Dagianne para evitar mencionar el nombre de Beetee—. Es...

Los juegos del hambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora