Mi casa

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Al día siguiente, sobre las doce del mediodía, Samantha llegaba a la estación de Alicante. Una sensación extraña la invadió al poner un pie en el andén. Sentía una presión en el pecho que aún no podía identificar si era buena o mala. Por lo menos no era como la del día anterior que la llevo al ataque de ansiedad. 

Dejó atrás las vías del tren y sacó su móvil. Decidió llamar a Flavio primero, se lo había prometido. Descolgó al segundo tono. 

-Hola. - dijo el muricano. Samantha creyó poder oír su sonrisa. 

-Hola. - contestó sonriendo también. - Ya he llegado a Alicante. 

-Me alegro. ¿Ha ido bien el viaje? - preguntó el chico. 

-Sí, sin más. - dijo ella. - ¿Tú ya te vas para Murcia?

-Sí, en nada me voy para la estación. - Samantha se detuvo en el sitio donde había quedado con su padre. 

-Muy bien. Pues que tengas muy buen viaje, Fla. - dijo. 

-Gracias, ¿hablamos esta noche? - propuso. - Si te apetece. - añadió.

-Sí, claro. Hablamos luego. 

-Adiós bonita. 

-Adéu. - contestó ella antes de colgar. 

Guardó su móvil y se concentró en observar a la gente que caminaba por la estación, tratando de ver a su padre. Apoyado en una columna, distinguió el hombre. Estaba en una postura muy parecida a la suya, moviendo su cabeza de un lado a otro intentando verla. Samantha sonrió y se acercó a él. Cambió su chip mental al valenciano, hacía tiempo que no hablaba en su lengua materna con alguien largo y tendido, lo echaba de menos. 

-¡Papa! - lo llamó cuando estuvo lo suficientemente cerca. 

-¡Samantha! - dijo su padre abriendo los brazos para abrazar a la chica. 

-¿Cómo estás? - dijo ella. 

-Muy bien, pero te echábamos de menos. - dijo el hombre. Se separó de su hija y la miró a los ojos. - ¿Cómo estás tú? - preguntó él, y Samantha supo que su pregunta era mucho más profunda que la suya. 

-Estoy bien, papa. De verdad. - le aseguró su hija. Y por primera vez en mucho tiempo, lo decía de verdad. 

Cuando pasó el accidente, la familia de Samantha también sufrió. Sabían el dolor que sentía, y en parte lo compartían, pero no era lo mismo. Habían estado a su lado y habían tratado de ayudarla, pero no lo entendían por completo, y nunca lo consiguieron. Llegaron a un punto en el que Samantha les decía que estaba bien para que dejaran de agobiarla, pero sabían que les mentía. 

Su madre y su hermana nunca llegaron a comprender que no podían ayudarla, y siguieron intentándolo, pero eso solo hacía que Samantha se alejara más de ellas. La agobiaban las preguntas a todas horas preguntando cómo estaba, qué necesitaba, o qué podían hacer por ella. Si lo hubiera sabido, se lo habría dicho. 

Su padre, en cambio, aceptó que ese proceso era algo por lo que su hija tenía que pasar sola, así que cuando vio que se estaba alejando, dejó de intentar ayudarla. Entendió que la ayudaría más dejando que lo pasara sola, y fue así. Samantha siempre había sido una niña de papá, y siempre se habían entendido a la perfección. 

Llegaron al coche, y cargaron la maleta de Samantha. La chica observó ese coche. Tenía carné de conducir, y ese era el coche que solía llevar ella, pero desde el accidente no se había vuelto a poner al volante. De hecho, al principio le costaba incluso subirse a un coche, aunque no tuviera que conducir ella. Le gustaría volver a hacerlo. 

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