CAPÍTULO SETENTA Y CUATRO

86 15 75
                                    

La Ragazza Con Il Cuore Di Latta. Irama.

Había oído hablar de Venecia y sus canales. La ciudad sin carreteras, la Reina del Adriático. Jamás habría imaginado que podía ser así.

El tren no llega hasta la ciudad, sino que hace su parada en una estación cercana. Apenas son las seis de la tarde y quedan un par de horas para que anochezca. La parada es obligatoria para que el maquinista pueda cargar carbón y descansar unas cuantas horas. Hizo paradas del mismo estilo en Lyon y Dortmund, pero siempre tuve razones para quedarme en el tren o no moverme más allá de las inmediaciones.

Ahora, sin embargo, no desearía otra cosa que no fuera recorrer Venecia junto Aiden. Incluso aunque suponga hablar de la discusión pendiente.

No hablamos, no nos decimos nada mientras seguimos el camino más directo hacia la ciudad. Caminamos en un silencio extraño. Se parece mucho a los cómodos silencios que invadían las alturas cuando nos columpiábamos en los trapecios, pero también me recuerda a los primeros silencios que compartíamos. Eran aquellos en los que solo se oían los latidos de mi corazón acelerado mientras Aiden intentaba enseñarme las coreografías grupales. Silencios de rabia y orgullo, de argumentos inconclusos. Este tiene un poco de ambos.

Sé que he llegado a Venecia cuando la carretera se queda atrás. Gracias ―o por culpa― de sus canales, todas las calles de la ciudad son peatonales y la única manera de moverse por ellas es en góndola. Barcas alargadas con la forma de la cáscara de una pipa de girasol, negras y con un tripulante al que creo que llaman gondolero.

―He oído que la plaza principal se inunda dos veces al día durante el otoño.

Que un dato tan absurdo como ese sea lo primero que sale de la boca de Aiden me indica lo tenso que está. Él nunca ha sido dado a las conversaciones triviales y si está intentando romper la tensión con una es porque se le han acabado las ideas.

Espero, por favor, que no le haya pedido ningún tipo de consejo a WD porque, aunque lo admiro y lo quiero muchísimo, es la persona más sosa y cerrada a hablar que he conocido. Solo abre la boca cuando es necesario y, cuando lo hace, deja marca.

―Aiden, si pretendes que te diga que menudos italianos más tontos por construir una plaza que se inunda, no va a funcionar.

Sin darme cuenta, puede que por miedo, levanto unas barreras contra él que no se merece.

Aiden suspira y se lleva una mano a la nuca. Se mira los pies y camina a mi lado dejando algo de distancia, algo que, un mes atrás, era impensable.

Las aceras están llenas de gente: niños que corretean de un lado a otro sin miedo a caer al agua, parejas que hacen cola junto a las góndolas para dar paseos románticos por la ciudad, trabajadores que mueven cajas de una acera a otra con barcos mucho más útiles y rápidos que las góndolas... Por ese mismo motivo resulta complicado moverse. Hay demasiada gente, demasiadas manos cerca, demasiado riesgo a caer al canal.

Echo un vistazo a los edificios. Caminar por ellos tampoco resulta viable porque el espacio entre calle y calle es mucho más amplio que en otras ciudades. No podría moverme más de cien metros antes de tener que descender y cruzar el canal a nado.

Sigo caminando sin pensar en cuál es el rumbo. Pese a la gente, la ciudad es preciosa. El sol de la tarde lo baña todo de un tono dorado maravilloso y el deje claro de los italianos al hablar le aporta alegría a cada restaurante por el que paso. Se oye música en algunas esquinas y hay cientos de puestos ambulantes donde venden caretas y máscaras para el carnaval que ya haya pasado. Puedo imaginarme a Philip comprando dos docenas y repartiéndolas entre los artistas para hacer una noche enmascarada como espectáculo.

AmbulanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora