CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

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Can't Be Tamed. Miley Cirus.

Quizá, y solo quizá, puedo entender la ansiedad de Barnum por regresar al banquete de bienvenida en honor al circo.

Después de quitarnos el olor a podrido con un rápido cambio de ropa, Barnum nos lleva a punta de bastón hasta un edificio tan alto que podría perfectamente haberme caído de espaldas hasta poder ver la estatua que lo corona. Es blanco con tejas negras, rimbombante en las ventanas y cuenta con una gran torre con reloj en el centro. Detrás de esta hay grúas, por lo que supongo que el edificio sigue aún en construcción.

—Si os pregunten —murmura Barnum a nuestra espalda—, inventaos cualquier historia digna del rey y la ardilla, ¿queda claro?

—Cristalino —responde Aiden con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.

Está tan tenso y enfadado como yo. Barnum no nos ha dado ocasión para avisar a Lettie de dónde han acabado los gusanos, ni de pedirle a Aleck que tenga fuerza y paciencia, que aguante hasta que podamos escabullirnos de nuevo. Lo hemos dejado tumbado y enfermo, con una herida que se infecta por momentos, en la oscuridad de un vagón y en calidad de polizón. No es el mejor destino para alguien que ha sido esclavizado durante años.

Las puertas del edificio se abren y tengo tiempo suficiente para leer la inscripción en oro del dintel: Ayuntamiento de Filadelfia. Barnum nos conduce por un laberinto de pasillos hasta que otro par de puertas, estas lacadas en blanco, se abren delante de nosotros. Una magnífica sale de baile llena de vestidos abultados, trajes de gala, canapés y música nos da la verdadera bienvenida a la ciudad. Por el rabillo del ojo localizo a algunos artistas del circo, no del todo cómodos entre tanto lujo.

—Señor Barnum, por fin. Ya creí que se lo había inventado.

Es una voz sorprendentemente aguda para un hombre tan grande. Lleva el pelo engominado hacia un lado en un vano esfuerzo por ocultar su calvorota. Lleva un traje azul marino elegante y una copa de vino blanco en la mano. Es tan grande que desencaja con el edificio entero y la manera en la que anda, un poco encorvado hacia delante, no hace más que exagerar su volumen.

—¡Por supuesto que no! —exclama Barnum haciéndose paso entre Aiden y yo—. ¿Por quién me toma, señor alcalde?

Los dos hombres se dan la mano como viejos amigos, pero sus ojos dicen todo lo contrario. Se miran el uno al otro como tentándose a separar la mirada o a decir algo que los exponga. El apretón dura más de lo habitual y las sonrisas que se dedican son tan falsas como nuestro hombre más pesado del mundo.

A nuestro alrededor, la música sigue sonando desde alguna esquina que no llego a ver. Varias parejas cubren la pista de baile en un vals, pero las miradas de todos están puestas en Barnum y el alcalde. Es como si pudieran palpar la tensión. No me gusta estar tan cerca de una inminente batalla por ver quién es más relevante en la sociedad, pero antes de que pueda escurrirme por alguna esquina para ir con mis compañeros, el señor Barnum se gira hacia nosotros.

—Deje que le presente a una de mis parejas estrella —comienza. Aiden y yo damos un paso hacia delante y asentimos con la cabeza. De las pocas recepciones a las que he ido he sacado una conclusión: Cuanto menos hable, mejor. Y no es difícil cuando Barnum me ha traído aquí para exhibirme como una atracción más—. Al rey de la baraja ya lo conoce, por supuesto, cuando vino conmigo hace unos meses.

—Pues claro que me acuerdo —dice la voz aguda del alcalde. Le ofrece la mano a Aiden, pero este se mantiene tieso como una estatua a mi lado, midiéndolo con la mirada—. Me alegro de que te hayas recuperado. —Le señala el hombro.

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