CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

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Minnie the Moocher. Cab Calloway.

Aiden se las ha apañado para evitar el tema durante las tres noches de actuación. Ni en los ensayos, ni durante la comida ni mucho menos en bambalinas se ha atrevido a confrontar a Barnum y preguntarle en qué momento pensaba decirle que pasarían por Nueva Orleans. Y, sobre todo, ¿cómo es él el último en enterarse?

Nueva Orleans es la ciudad en la que nació, la ciudad en la que se crio y en la que abandonó a su familia cuando cometió un error fatal. Cuando visitó Luisiana con Barnum y Caroline, hace más de seis meses, se inventó una indigestión para no pisar la ciudad más de lo expresamente necesario. Además, cuando Barnum y su hija regresaron al tren por la tarde el hombre estaba hecho un manojo de nervios. Su reunión en el ayuntamiento había ido a peor y no habían llegado a ningún acuerdo.

Según Aiden recordaba, Nueva Orleans nunca llegó a contemplarse en el mapa.

Quizá esa sea la razón por la que le cuesta tanto despedirse de Orlando. El lugar que lo vio renacer de sus cenizas cuando había tocado fondo, que lo vio lesionado y contando la historia de un circo de leyenda, que le prometió fama y gloria si regresaba.

Lo observo de reojo desde la ventana del tren. Tiene medio cuerpo fuera y una gran sonrisa para dedicar al público que se ha reunido en la estación. Se arriesga a caerse a las vías mientras agita la mano y lanza besos y miradas indiscretas. El rey se despide de los niños que lo aplauden y les da las gracias una y otra vez por tres noches seguidas de entradas agotadas.

—Tienes que ayudarme —dice en voz baja en cuanto la locomotora se pone en marcha.

Miro por encima del hombro a los bailarines y contorsionistas que se apretujan a nuestro alrededor. El vagón bar es el centro de reuniones del circo y, con la estación abarrotada, el mejor punto para despedirse de la ciudad. Incluso he oído que Barnum se está planteando añadir un vagón al descubierto para que podamos saludar como si fuéramos parte de la familia real de Inglaterra. Solo de pensarlo me duele la mano.

—Aquí no. —Lo arrastro hasta el vagón de carga número dos, atestado de cajas, lonas y vigas de hierro y madera. Resulta vacío sin la presencia de Aleck en uno de los laterales—. Aquí mejor. ¿Qué es?

—Sabes mentir mejor que nadie —comienza sin previo aviso.

—Vaya, gracias —respondo con una ceja enarcada.

Aiden no tiene ganas de reír. Mantiene el rostro serio y tenso, con los dedos sobeteando la punta de su camisa.

—Necesito una mentira. De las gordas. —Un suspiro le escapa de los labios—. No puedo actuar en Nueva Orleans. Es demasiado peligroso.

—Si lo dices por el cuadro, te aseguro que...

—No es solo por el cuadro —se adelanta—. Bueno, en gran parte sí lo es. Fue allí donde lo robé y donde mi rostro puede ser más conocido. Hay gente astuta, Gael, y ni con tres kilos de maquillaje se les olvidaría mi cara ni lo que hice. Tengo más órdenes de detención en Luisiana, aunque la única nacional fue la de Madison...

Me muerdo el interior de la mejilla mientras trato de dar con una solución que no me deje sin nuestro número de pareja. Suficiente tiempo me quitan las horas de tren y montaje en las alturas como para arrebatarme también los pocos minutos de actuación con Aiden.

—Podrías ponerte enfermo.

—Ya lo hice la última vez.

—O podrías romperte un hueso.

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