CAPÍTULO ONCE

771 81 157
                                    

Everytime We Touch (acoustic). Cascada.

Me duele cada músculo del cuerpo. Los brazos me gritan por un poco de hielo y una siesta de veinte horas. Las piernas lloran por un descanso. El abdomen me pesa. Las manos me sudan. Tengo el cuello hecho polvo. Sin embargo, me mantengo en pie.

—De nuevo—insiste Aiden desde la otra punta de la plataforma, mirándome como un mentor aburrido—. Doble tirabuzón y caída.

Cojo aire, atrapo el trapecio y hago lo que me pide. Debo admitir que he mejorado mucho gracias a sus consejos, hasta el punto de no tenerle miedo al aparato. En realidad, nunca le he tenido miedo al trapecio, pero sí a la caída. Ahora que me he caído tantas veces, ni me inmuto cuando las redes me recogen.

No, en realidad tampoco le tengo miedo a eso.

Le tengo miedo a la siguiente fase, en la que no voy a caerme porque alguien va a recogerme antes de que lo haga. Sí, porque no voy a agarrarme. Prefiero caerme a tocarlo durante más de dos segundos.

Oigo el gruñido de Aiden cuando me incorporo. Lo miro con el rostro cansado y enfadado a partes iguales y él retrocede.

—¿Qué he hecho ahora?

—No has estirado los pies. Tienes que estirarlos o no quedará estético.

—Estético, estético—farfullo para mí mientras me dirijo de vuelta a la escalera—. Ya te diré yo lo que es estético.

En mi cuerda floja, en mi pequeño hogar, todo es estético, pero no tengo siquiera que pensar en ello. Es como si hubiera nacido para ello y queda precioso. Pero ahora, que tengo que compaginar mis momentos en la cuerda con estos entrenamientos, me pregunto si vale la pena dejar a un lado lo que verdaderamente sé hacer. Al menos, en la cuerda sé que tengo talento. ¿Pero y si el trapecio se me da tan mal que Philip decide cancelarlo después de tanto esfuerzo?

Por las noches sigo siendo la ardilla de los cielos y la gente se vuelve loca al verme. Aiden sigue convirtiéndose en el rey de la baraja y eligiendo a alguien a quien impresionar. Pero hace ya más de un mes desde la última vez que ambos, por pura diversión, nos colamos en la carpa por la noche para colgarnos de los trapecios sin hacer nada más. Lo echo de menos. Y temo que habernos privado de esos momentos nos devuelva a la tensa relación que teníamos al principio.

Pasamos juntos más tiempo que antes, pero parece que estemos más separados que nunca.

—¿Has dicho algo? —pregunta entonces Aiden, saltando del trapecio que acaba de coger para aterrizar a escasos metros de mí.

—Nada de nada—miento. Como siempre, Aiden no pierde una oportunidad para dejarme con la boca abierta con su destreza. Intento que no se me note, pero el trapecista ya me mira de esa forma socarrona—. ¿Qué hago ahora?

El joven esboza una sonrisa de esas tan bonitas que pocas veces aparecen en su boca. Me la contagia, aunque no quiera.

—Creo que ya has tenido suficiente. Te sabes muy bien las figuras, aunque parezcas una paloma coja.

Le doy un codazo amistoso que hace que él retroceda, riendo.

—Lo estoy haciendo bien. Lo veo en tu cara—bromeo.

Aiden baja la cabeza:

—Sí—admite—. Y dominas el aro y el trapecio. Así que toca dar el siguiente paso.

AmbulanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora