CAPÍTULO SESENTA Y SEIS

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Tage Wie Diese. Die Toten Hosen.

De cerca no parece tan joven. Ni tan alegre ni tan talentosa. Ahí plantada, pillada con las manos en la masa, no parece más que una polizona a la que no se le da muy bien esconderse.

―¿Qué haces aquí? ―inquiere Aiden con el ceño fruncido.

―Y vosotros, ¿qué hacíais ahí? ―responde ella con una sonrisita bravucona.

Se me encienden las mejillas al pensarlo. Pero el pudor me abandona rápido, y la rabia y la impotencia lo sustituyen con el mismo tono encendido en mi cara. No solo por el hecho de que nos haya interrumpido (que también), sino por tener la indecencia de colarse en uno de nuestros vagones y no sentirse avergonzada al ser descubierta.

―Llamaré a Barnum ―le digo a Aiden.

―¡No! ―exclama Leona. Suelta la caja, tirando de nuevo las cosas de WD, y trata de acercarse a mí―. No será necesario.

Doy un paso hacia atrás con una mueca de asco. No tengo intención de que una desconocida sobrepase mi barrera de seguridad minutos después de haber derribado todos mis muros gracias a Aiden. Leona capta la indirecta rápidamente: baja las manos y cruza los brazos.

―No será necesario porque te vas a marchar ahora mismo ―siseo, haciendo un gesto hacia la puerta abierta―. No diremos nada.

Ni siquiera me apetece plantearme por qué la ecuyer tendría ganas de colarse en el tren del circo. ¿Curiosidad, quizás? No es posible. El Circo Gosh está invitado a la actuación de mañana por la noche. En menos de veinticuatro horas habría podido ver cómo se realiza un espectáculo en condiciones sin necesidad de secretismo ni invasión de la privacidad.

―No será necesario ―repite ella― porque tengo intención de quedarme.

―¡JA!

La risa irónica me sale sola. Aiden me lanza una mirada de advertencia, consciente de que debe haber una razón para todo esto. Además, Leona es una mujer con un talento especial y entre circenses debemos cuidarnos. Sin embargo, el Circo Barnum no está acostumbrado a tratar con otros miembros del gremio ―hay muy pocos circos de categoría en los Estados Unidos― y no sabemos los acuerdos ni las normas que hay dentro del mundillo.

―Quiero caravana ―musita Leona. Lo dice sin mirarme a los ojos y con las manos detrás de la espalda. Hace un intento por mantener la cabeza alta, pero hay algo en lo que acaba de proclamar que la hace verse débil, vencida.

Y me gusta.

―¿Que quieres qué? ―pregunta Aiden.

―Caravana ―insiste ella. Nos mira, a la espera de una respuesta. Me dan ganas de decirle lo desubicada que está, pero vuelve a abrir la boca―. ¡Caravana, joder! Quiero caravana. ¿Cuántas veces tengo que decirlo para que me deis el pase?

―Me parece muy bien que quieras una caravana, zanahoria, pero estamos en un tren ―dice Aiden―. Y has tenido la suerte de que te hayamos encontrado nosotros y no WD, que es quien duerme en este vagón. Así que agradece que te estemos ofreciendo una salida digna y...

―La dignidad y las neuronas es lo que estoy perdiendo yo con vosotros.

Bufa y se lleva las manos a la cabeza. Lleva las uñas pintadas del mismo color que su carmín y solo ahora reparo en que todavía luce su traje de actuación: Una camisa con volantes en las mangas, con rayas verticales blancas y negras, ajustada a su figura, y una falda roja a la altura de las rodillas. Las botas altas, negras, llegan hasta la mitad de la pantorrilla y relucen como si no hubieran pisado el albero de su circo.

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