CAPÍTULO SESENTA Y OCHO

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Sous Le Ciel De Paris. Zaz & Pablo Alborán.

Todos los testigos de mis cicatrices ayer han cumplido su promesa. Las cosas no han cambiado. Nadie me ha ofrecido su silla en el desayuno, ni su voz ha subido una octava al hablarme, ni han lanzado miradas indiscretas a mi ropa. Anne todavía apoya su mano en mi mejilla para maquillarme y Barnum solo me ha saludado, sin casi apartar la nariz de la carta que estaba escribiendo en el vagón bar. Leona ha vuelto a encerrarse en los establos, lo cual me parece una decisión acertada.

Veo por primera vez los Campos Elíseos con la certeza de que nada va a cambiar, de que cada vez hay menos secretos reteniéndome en el pasado.

―¿Y qué es exactamente la Exposición Universal? ―pregunto de camino.

―Una exposición que se hace cada cinco años para que todos los países muestren sus avances tecnológicos o sus obras de arte ―explica Barnum―. Una celebración de la humanidad, lo llamaría yo.

―Eso significa que el Circo Barnum es una de las atracciones ―dice Aiden.

―Ya me gustaría. Las exposiciones llegan a durar seis meses y nosotros estaremos aquí tanto tiempo como en el resto de las ciudades.

Es un alivio oír a Barnum decir eso. Apenas llevamos cuatro paradas y ya tengo la sensación de que se nos acaba el tiempo para llegar a Grecia.

Los Campos Elíseos son una gigantesca avenida en el centro de París. Las aceras están bordeadas de árboles de grandes copas verdes recortadas al milímetro para formar cubos perfectos. El arco del triunfo, a mi espalda, estaba lleno de turistas cuando lo hemos visitado y los parisinos, enfundados en grandes abrigos de visón y zorro, los sorteaban con andares estirados y algo molestos. Ahora nos evaden a nosotros, un grupo de lo más variopinto que ocupa toda la calzada. Los veo pulular de un lado a otro, con maletines, cigarrillos y bolsos en las manos; algunos temblando de frío, otros aguantando el tipo para lucir largas faldas de moda.

―Me quedaría a vivir aquí ―suspira Anne con una sonrisa.

―Dicen que es la ciudad del amor ―le responde Philip, sonrojado.

―Pues no veo ninguna rosa roja en mis manos. No te estarás poniendo cómodo, ¿verdad? ―se burla ella.

Philip, como si lo hubiera preparado, hace aparecer una rosa de su espalda con un gesto más propio de un mago que de un dramaturgo. Anne resopla, como si su pareja, aun después de tanto tiempo, todavía pudiera sorprenderla y le premia con un beso.

―Yo tampoco tengo rosa, Gael ―me chincha Aiden―. ¿A qué estás esperando?

Me giro con una ceja enarcada.

―A ti te las lanzan todas las noches. Ya estás más que acostumbrado.

Avanzo sin mirar atrás, pero, por las risas de mis compañeros, imagino que Aiden no ha quedado muy satisfecho con mi respuesta. Tomo nota mental de encontrar al mejor guía de París para poder recorrer las calles con Aiden antes de que nos vayamos.

Esta vez, Barnum no ha obligado a nadie a venir a ver la exposición universal. Sin embargo, tanto él como Philip la han descrito con tantas ganas que nadie ha querido perdérsela. A medida que avanzo por los Campos distingo la figura de un edificio imponente. Cuantos más metros recorro, más cerca está y menos se parece a un edificio. Es demasiado alto para ser un edificio y su forma, puntiaguda y afilada, no da cabida a un bloque de viviendas en su interior. Es más, parece estar vacío, como si todavía la estuvieran construyendo.

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