CAPÍTULO DOCE

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Tightrope. Michelle Williams.

No puedo creer lo que estoy viendo. Es más, no puedo creer que lo esté haciendo. Ni siquiera puedo comprender el motivo por el que lo está haciendo, pero aquí está, delante de mí.

—Eso es—murmuro, como si no quisiera romper con mi voz la escena que tengo delante de mí—. Coloca los pies siempre sobre el centro de la cuerda.

—Es una cuerda muy pequeña, Gael—responde Aiden con la mirada baja y todo el cuerpo temblándole de miedo.

Aiden ha insistido en aprender a, como mínimo, caminar sobre la cuerda floja mientras yo trato de aprender a confiar en él, en aceptar que no me va a dejar caer.

Le ha costado más de lo que cualquiera esperaría de él subirse a la cuerda. Lleva las manos extendidas y en ellas sujeta una larga vara de madera perpendicular a su pecho. Su cuerpo se balancea precariamente de un lado a otro, arqueándose o encogiéndose según lo vea necesario. Su mirada no se despega de sus pies, que aún tiemblan sin saber dónde colocarse.

—Pero ahora estás seguro—digo, señalando el arnés que lleva puesto, con un cable colgando junto a la cuerda. En caso de que se tropezara, solo quedaría suspendido bajo la cuerda, pero no se haría daño de cualquiera de las maneras—. No te va a pasar nada.

En realidad, tengo las esperanzas puestas en que tropiece y se caiga, solo para verlo colgar como un mono.

—Eso te digo yo cada vez que entrenamos y sigues sin hacerme caso.

Ruedo los ojos y, a modo de venganza, doy un toque con mi dedo a la vara que sujeta. Es un simple truco de equilibristas principiantes: llevar una vara de madera o metal, de varios metros de largo, para aprender a mantener el equilibrio con ella. Cuanto más grande sea, más fácil será mantenerse sobre la cuerda, pero más difícil será enmendar un error de balance.

—¡Eh, eh, eh! —exclama, tambaleándose.

Sonrío y descanso mi mano sobre la suya, ayudándolo a recuperar el control. Cada vez me cuesta menos tocarlo y las oleadas de miedo y asco han comenzado a desaparecer. Al principio fue complicado porque, aunque conseguía ganarles la batalla a mis instintos y mantener el contacto de su mano sobre la mía, me entraban sudores fríos, temblores y ganas de escapar. No he vuelto a abrazarlo desde que casi se mata en la cuerda, hace ya dos semanas, pero sí puedo permitir roces simples. Y a Aiden parece encantarle el tacto de mi piel contra la suya.

Además, al trapecista le aterra tanto la cuerda, la tremenda altura y el miedo a caerse que ni siquiera tiene tiempo de pensar qué personalidad emplear cuando practica conmigo. Por eso, aunque es bastante más callado de lo que debería estando sin los pies en la tierra, del rey de la baraja tampoco veo mucho en estos días. Es un Aiden paciente, amable y gracioso que no hace preguntas y se esfuerza en mejorar. No podía pedir nada mejor.

Lo observo dar pasitos cortos detrás de mí, admirando cómo puede mi cuerpo estar tan tranquilo en una superficie tan inestable mientras él tarda minutos enteros en avanzar un metro.

—Ya casi has llegado a la mitad de la cuerda, Aiden—le recuerdo—. No vas nada mal.

—Pues gracias, supongo.

Vuelve a desestabilizarse y permito que se agarre a mi hombro antes de recobrar el equilibrio. Al hacerlo suelta un largo suspiro de alivio que me hace cosquillas en la piel.

—Pero ¿qué hacéis ahí arriba? —exclama de repente una voz desde el centro del escenario. Siempre la misma pregunta.

Agarro bien a Aiden, que se ha asustado con la voz y ha estado a punto de caerse de nuevo. Miro hacia abajo para descubrir que mis sospechas eran ciertas: Philip está ahí, dando toquecitos con el bastón sobre el suelo y frunciendo el ceño. ¿Es que no sabe saludar? ¿Por qué siempre tiene que aparecer de la nada?

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