CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

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Preparaos. Carlos Di Blasi.

Espero a Aiden en los trapecios esta misma noche, después de haberme dado una larga ducha de agua caliente. Me he frotado el cuerpo hasta que me ha escocido y me han salido ronchas rojas en la piel. Eran del mismo color que los tomates que nos han tirado y que han conseguido prender la poca mecha que tengo antes de explotar. No he podido respirar en paz hasta que me he envuelto en una toalla y me he tomado el té caliente que Lettie ha dejado en mi mesilla mientras estaba en la ducha.

Me cuesta creer que me hayan vuelto a acorralar como a un animal. Llevo mucho tiempo luchando por ser fuerte, por encontrar mi sitio y labrarme una historia digna de contar. Mis hurtos, mis mentiras y mis cicatrices forman parte de un pasado que deseo dejar atrás, pero está claro que mis fantasmas están dispuestos a perseguirme y cobrarse todas las zancadillas que les puse. Me asustan, me aterra pensar que no solo Lilith busca venganza, sino todos los autores de mis cicatrices: Simón, William, Nathan, Ephias, Peter, Valerie, Jack, Lilith, Zacariah, Yariah, Chantel, Óscar, Petra... Todos están en alguna esquina de la ciudad, prevenidos para atacar en cuanto baje la guardia.

Por no hablar de los favores que debo. No quiero pensar en el momento en el que alguno de ellos reaparezca en mi vida y me pida que le entregue mi vida a cambio. No me quedará más remedio que hacerlo.

Quiero ser tan fuerte como Lettie, o como Joey, o como Anne. Quiero llevar la barbilla tan alta como ellos y aprender a ignorar todas las amenazas. Quiero vivir sin miedo, pero dudo que pueda hacerlo si sé que pueden hacerme daño. Aunque, por otro lado, supongo que en eso consiste vivir, ¿no? En seguir adelante a pesar del miedo.

—Siento llegar tarde —dice la voz de Aiden antes de que pueda verlo llegar.

Giro sobre mi trapecio de una manera muy poco elegante, lo que me habría llevado a una regañina por parte de WD si estuviéramos ensayando. Aiden no me sonríe ni se cuelga a mi lado, sino que se sienta sobre la plataforma de madera con las piernas cruzadas.

—¿Qué pasa? ¿Aún sigues enfadado por los tomates?

—¿Y quién no? —replica—. Nos han tirado tomates, Gael. ¡Tomates rancios! ¡A nosotros!

Meneo la cabeza y me pinzo el puente de la nariz.

—Mejor tomates que balas, ¿no crees? —respondo—. Ese no es el problema. La cuestión es que Lilith ha conseguido entrar en el circo sin entrada y sin que la viéramos. —Hago memoria intentando recordar si entre los alborotadores estaba el hombre del bastón—. Tuvo el valor de meterse por alguna de las entradas con varios kilos de tomates, ella y sus...

—Madison no estaba. —Me interrumpe.

Tuerzo el cuello hacia Aiden, que no se ha movido ni un centímetro de la plataforma ni parece tener intención de hacerlo. Me resulta extraño, teniendo en cuenta lo fácil que le resulta hablar cuando sus pies no tocan el suelo.

—¿Quién es Madison?

—El hombre del bastón y el monóculo —responde entre dientes, como si la simple mención de su nombre fuera capaz de enervarlo—. Tardé un tiempo en recabar toda la información, pero Madison era el responsable de la exposición en el museo de Nueva Orleans. Y la pieza principal de toda la exposición era...

—El cuadro —me adelanto.

—Me siguió la pista durante meses desde que escapé —explica—. Pero nunca llegó a verme la cara hasta que me lo encontré en Nueva York. Ni siquiera sabía quién era cuando entré en la tienda de arte, pensaba tantearle para ver si me compraría el cuadro sin levantar sospechas. Pero empezó a preguntar y preguntar y me fui lo antes posible. —Sacude la cabeza—. No puedo creer que lo siga buscando después de tanto tiempo.

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