CAPÍTULO TRECE

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Try. P!nk.

Echo a correr, sintiendo que mis piernas arden con cada paso hacia delante que doy. No me molesto en girar la cabeza hacia atrás, puedo oír los gritos e insultos persiguiéndome calle abajo.

Me pego la barra de pan al pecho y la caja de latón con las entradas falsas bajo el brazo. No puedo dejar más pruebas si quiero que me pierdan la pista. Acabaré en la cárcel. Sigo corriendo, escogiendo las callejuelas más estrechas y con mayores obstáculos que recuerdo. Nueva York es mi cuidad, nadie puede conocerla mejor que yo. Tiro cajas y contenedores a mi paso, tratando de hacerles más complicada la carrera a mis competidores. Pero, por cada obstáculo que les pongo, más lentas son mis zancadas.

Consigo no darme con las cajas de detrás de la frutería, que han apilado en un precario equilibrio que se deshace en cuanto las dejo atrás. Evito por los pelos los charcos del siguiente callejón, que no logran más que se me embarren los zapatos y los bajos del pantalón. Es increíble que aún no me haya caído o, mejor aún, que mis perseguidores no se hayan dado por vencidos. El pan, recién hecho, hace que me queme el pecho y lo más probable es que me deje alguna quemadura sin importancia. Tenías que coger el pan, Gael, no te valía con el dinero. La codicia será tu ruina, me digo. La caja de latón, maravillosamente decorada, y que ya no recuerdo a quien robé, resuena contra mi brazo. Las entradas y las monedas que he conseguido hacen un intento por salir, pero las detengo apretando la tapa de la caja.

—¡Al ladrón!

—¡Que alguien me devuelva mi dinero!

Esta vez son dos: Un bonito y no tan joven matrimonio que he logrado meterme en el bolsillo. Si la mujer no hubiera sido tan lista, me habría salido con la mía despidiéndome de ellos con una reverencia.

Miro una vez más atrás, descubriendo que están un poco más lejos de lo que esperaba. No tienen tanta resistencia como yo, sus trajes de clase media les aprietan y les estorban. Se cansarán dentro de poco.

Pero mirar atrás resulta ser mi perdición. En mi loca carrera por encontrar una escalera o un alféizar por el que escalar hasta los tejados de la ciudad no he visto la puerta trasera que se abría. Me doy de bruces con ella y suelto un gruñido de dolor. Noto un líquido cálido bajar por mi nariz y mancharme los labios. Trastabillo y caigo al suelo de culo. La barra de pan se escurre por debajo de mi ropa y cae al suelo, llenándose de barro y polvo. Me levanto de un salto y sigo corriendo, esperando que el dinero que he recaudado sea el suficiente como para permitirme cinco barras con esas. Oigo las pisadas del matrimonio cada vez más cerca, alertando a toda la ciudad de que hay alguien robando y embaucando.

No me puedo creer la mala suerte que estoy teniendo hoy. Debería haberme contentado con el dinero. ¿Por qué siempre necesito más? Mi mirada desesperada sigue en busca de una manera de llegar a los tejados. En tierra soy mortal, mientras que en los tejados soy completamente inalcanzable.

—¡Vuelve aquí!

Se me pegan las ropas al cuerpo, chorreando sudor. No veo escaleras, los tejados de las tiendas están demasiado altos como para alcanzarlos y todas las cajas que antes tiraba para entorpecer a mis perseguidores han desaparecido. No tengo peldaños sobre los que auparme para saltar. Los pulmones comienzan a aprisionar mi corazón y noto el calor del miedo creciéndome en el estómago. La caja de latón está fría contra mi piel. Los nervios me pueden cuando llego a un callejón sin salida: Caigo de nuevo. Me tropiezo y ruedo por la embarrada acera, clavándome las puntas de la caja contra el pecho. Me la saco de debajo de la camisa y la aprieto con fuerza. Intento retroceder y alzo la mirada al cielo una última vez, pero la mujer ya se me ha echado encima.

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