CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

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Pay In Blood. Bob Dylan.

El dinero no da la felicidad. Sin embargo, las personas solo pueden permitirse ser felices cuando tienen ciertas necesidades básicas cubiertas: Comida, abrigo, refugio, apoyo... A medida que las necesidades básicas se completan en base al dinero, las sustituyen necesidades más complejas: Amistad, familia, apoyo emocional, sentimiento de pertenencia, auto superación... Hubo un tiempo en mi vida en la que me consideraba la persona más feliz del mundo con solo poder llevarme algo de comida a la boca, o tener un techo bajo el que dormir. Después, llegué al circo y, con el paso del tiempo, me sentí parte de él. Creí que mi corazón explotaría de felicidad la noche en la que Aiden y yo nos besamos.

Ahora, cuando creía que solo podía seguir creciendo hacia arriba, la cruda realidad me lanza contra el suelo y me arrebata todo el aire de los pulmones. Puede que el dinero no aporte felicidad, pero tiene la capacidad de salvar vidas. Es una pena que no vaya a salvar ni la mía ni la de Aiden.

La simple presencia del cuadro en el vagón hace que todavía me cueste respirar, a pesar de que Aiden se ha quedado sentado en el suelo conmigo durante media hora y el sonido dulce de su voz ha logrado calmarme y alejarme de la corriente de pensamientos que me abrumaban. Siguen ahí, agazapados tras las sombras y listos para atacar en cuanto baje la guardia, pero ahora puedo mantenerlos a raya.

Es una suma de dinero ingente. Jamás había visto tantos ceros juntos. No hay manera de vender ese maldito cuadro. Ni siquiera Barnum podría sacarnos de este hoyo.

—Pensaremos en otra cosa —sugiere Aiden al cabo de un rato. Sus brazos aún rodean mi espalda y habla en voz muy baja.

—Sí, por supuesto.

No soy capaz de creer mis propias mentiras. Es así como sé que este es solo el principio del fin.

Aunque puede que mis mentiras no sean la única señal de que se avecina una tormenta. Houston, a diferencia del resto de paradas que hemos visitado, se convierte en todo aquello que Philip teme: Odio.

La noche siguiente, la primera de las tres noches de actuaciones, el circo Barnum no vende todas sus entradas. Los periódicos sí han hecho eco de nuestra llegada y las páginas de opinión solo pueden hacer suposiciones sobre las actuaciones, ya que los críticos todavía no han tenido oportunidad de vernos en acción. Desafortunadamente, temo que mañana las imprentas echen humo con críticas mordaces.

Me resulta extraño ver espacios vacíos entre las gradas durante el número inicial. Lo achaco a que hoy es martes, día de diario, y pese al cálido invierno que disfruta Texas, algunos hayan preferido la estufa a las bolsas de cacahuetes fritos. Siento cómo mis compañeros están tan tensos como yo: En bambalinas no se oye el rumor alegre y enérgico de todas las noches, las cabezas de los bailarines se asoman una y otra vez a la carpa para observar las reacciones del público y apenas se escuchan vítores y silbidos. Me pregunto a qué se debe.

Durante mi actuación con Aiden, que me esmero en que sea tan vibrante como siempre, doy con la respuesta. En Houston temen a lo diferente. Consigo que nadie abra la boca durante los tres minutos y medio que dura nuestro ejercicio, y por el rabillo del ojo veo a más de una señora mayor santiguarse durante nuestros lanzamientos. Aiden, o mejor dicho el rey de la baraja, les dedica saltos y riesgos a montones, pero no recibe de vuelta ni alabanzas ni suspiros. Puedo notar la tensión desde las alturas y siento como si una bomba fuera a explotar en el segundo en el que mi rodilla cae al suelo. Aguanto la posición durante dos, tres respiraciones, con Aiden a mi lado. Generalmente, hay dos segundos de silencio antes de que las gradas se vengan abajo entre aplausos y chillidos de emoción. Esta vez, pasan más de seis segundos antes de poder oír algo.

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