CAPÍTULO OCHENTA Y DOS

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Miracle. The Score.

La luz se cuela en mi tienda cuando estoy a punto de cerrar los ojos. La trenza de Aiden aparece antes que él por el espacio entre las lonas. Lleva esa sonrisa tan bonita que siempre tiene para dedicarme, además de un par de galletas de miel envueltas en una servilleta. Frunce el ceño al ver mi cuerpo encogido sobre el futón, cubierto por una manta.

―Tú nunca te echas la siesta ―señala al pasar. La luz desaparece y la tienda vuelve a envolverse en una tibia oscuridad.

―A lo mejor ahora me apetece.

―Sí, claro. ―Se sienta a mi lado, con las piernas cruzadas, y solo alarga la mano para cubrirme el hombro con la manta―. Te he estado buscando por toda la carpa.

―Lo siento. ―Me disculpo con la cara resguardada por la manta y la oscuridad. Últimamente tengo la sensación de que todo lo que hago está mal.

No puedo ensayar, no puedo actuar y no puedo desaparecer del recinto ferial sin que alguien se dé cuenta. Me siento como un tigre enjaulado. Como no dejen de preocuparse tanto por mí dentro de poco, es probable que acabe mordiendo a alguien.

―No tienes que disculparte, Gael. Tan solo... quédate para el postre con los demás a la hora de la comida, ¿eh? Las historias de Elijah y sus piercings no tienen desperdicio.

Es una manera sutil de decirme que no me esconda de los que me quieren. Debería ser tan fácil como no desaparecer, como reírme de los chistes de Joey, como apretar la mano de Aiden por debajo de la mesa. Pero lo único que quiero hacer cuando mi plato queda limpio es huir: a las alturas, a mi tienda, a las calles de Nueva York. A cualquier parte, aunque ninguna me dé el consuelo que busco.

Aiden me tiende una de las galletas y la acepto con ganas. Me incorporo y la manta cae sobre mi regazo. Llevo una camiseta de tirantes y las cicatrices quedan a la trémula luz que se cuela por las rendijas de la tienda. Sus ojos caen a mi costado. No es como Lettie, que me pregunta tres veces al día si me he cambiado las vendas; o como Philip que, en su curiosidad, no deja de preguntarme si he visto mejora desde que volvimos de Grecia. No, Aiden sabe que me cambio las vendas y que las heridas se están curando mil veces mejor que la primera vez. Su mirada va más allá.

Sus ojos suben a mi oreja, que ya puedo dejar al descubierto. A veces, cuando me toqueteo el boquete que me dejó el clavo, pienso en las orejas de los perros, marcadas como un tranchete de queso Emmental por los mordiscos de otros perros.

―¿Ha dicho algo Church? ―pregunto con la boca llena.

Desde que me hizo explotar hace tres días, no he vuelto a aparecer por su consulta. El primer día tuve una excusa válida: Barnum y yo teníamos papeleo que atender de la gira que acabamos de dejar atrás. Ayer me inventé un dolor abdominal cerca de las heridas. Pero hoy me he quedado sin ideas. He desaparecido en cuanto me he metido algo de comida en el cuerpo y me he quedado en las plataformas más altas de la carpa hasta la hora de comer.

―Ha entrado hecha una furia al desayuno y ha preguntado a todo el mundo. Casi me clava el cuchillo de mantequilla en la mano cuando le he dicho que no sabía dónde estabas. ―Me guiña un ojo.

―Gracias por mentir por mí.

―Una y mil veces, ardilla ―bromea. Al instante, se le forman arruguitas entre las cejas―. ¿Por qué has dejado de ir? Ya sé que te parece una estupidez, pero Church es la mejor de todo este circo para aplicarte las curas.

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