CAPÍTULO TREINTA Y UNO

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Vas A Quedarte. Aitana.

GAEL

Philip nos escolta a Anne, Joey, Aiden y a mí hasta su despacho, que solía pertenecer a Phineas Barnum. Aiden no se ha separado de mí desde que hemos desfilado lejos del círculo central del circo bajo la atenta mirada de todos nuestros compañeros. Los dos tenemos aún el miedo en el cuerpo, sin procesar el hecho de que nos acaban de amenazar de muerte: A mí Lilith me ha jurado que no quedará un centímetro de mi piel que no lleve su nombre como firma; a Aiden el hombre del bastón le ha jurado que encontrará el cuadro robado y que hará que el trapecista se pase la vida en la cárcel.

El despacho de Philip es una pequeña tienda contigua a la que usa como habitación. La tienda se ilumina con la luz que se cuela por una gran abertura en lo alto. Está llena de muebles archivadores negros, pulcramente ordenados, en los que sospecho que descansan todos los documentos del circo. Una mesa grande, negra y tan ordenada como los archivadores se encuentra en el centro de la estancia. Dos sillas a un lado y una al otro.

Philip nos pide que tomemos asiento frente a su escritorio y obedecemos sin rechistar. Aiden parece hundirse en su silla, con la mirada terriblemente alterada e inquieta. Es como si el Aiden de las alturas hubiera aterrizado por primera vez en el suelo y no supiera cómo ubicarse en el mundo real. Joey se queda de pie detrás del respaldo de mi silla y apoya sus manos sobre mis hombros. Anne hace algo parecido con Aiden.

—¿Es verdad? —pregunta Philip sin segundas. Apoya las manos en el escritorio y, de reojo, veo que acaba de morderse todas las uñas de la mano izquierda.

—¿El qué? —pregunto yo de vuelta. No porque quiera alargar la tensión del momento, sino porque hay demasiadas cosas que confesar.

—Bien, empecemos por ti. ¿Cuántas veces le has robado a Lilith André?

—¡Una! —exclamo— Solo fue una vez—me aprieto el puente de la nariz—: Le vendí unas telas como si fueran mucho más caras de lo que verdaderamente eran y... La engañé con algunas cosas más. Pero solo fue una vez.

Imito a Philip y apoyo las manos sobre la mesa con un golpetazo.

—¿Y te marcó el castigo?

Esa es siempre la pregunta de rigor para todos a los que pillan con las manos en la masa en Nueva York. A menudo, cuando te atrapa alguien de mayor autoridad, como un marine o el alguacil, te preguntan si ya te han marcado. Si dices que sí y están de buen humor, te pegan un par de golpes y te dejan marchar. Lo importante es que cada ladrón tenga su merecido: Ojo por ojo, diente por diente.

Asiento, tragando saliva. La cicatriz del costado vuelve a arderme solo con recordarla. Tan solo recuerdo una cicatriz que le pueda hacer la competencia a la de Lilith en dolor. La tengo en la pierna, muy cerca de los glúteos. Fue un herrero. No solo grabó su nombre en mi muslo, sino que, para rematar, grabó literalmente a fuego la marca de su herrería junto a su nombre. Cogió la marca, la calentó junto al horno y la aplastó contra mi piel hasta que la sangre que manaba de la herida comenzó a hervir.

Por lo menos, me aseguró que no se iba a infectar. Desde ese día, decidí no volver a intentar estafar a más herreros.

—Te marcó—repite Philip, tragando saliva y con los puños apretados sobre la mesa—. Y aún así quiere más. ¿Me estás diciendo la verdad, Gael?

—¿No crees que ya es suficiente tortura tener que contarte todo esto? —farfullo con las orejas coloradas de vergüenza— Esa es toda la verdad, Philip.

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