CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

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Stole The Show. Parson James.

Después de que Aiden nos cuente su loca empresa por recuperar el cuadro y ponerlo a salvo, dejamos que se vaya a descansar. Anne insiste en que yo debería hacer lo mismo y dormir unas cuantas horas antes del espectáculo de esta noche, pero conozco mi cuerpo y mi cabeza mejor que nadie y sé que, después del ataque a Aiden, no podré dormirme ni con mil tilas. Prefiero quedarme con Anne y el resto, trazando un plan que nos saque de este enredo.

No puedo creer que Madison haya tenido las agallas de mandar a alguien en su nombre para acabar con Aiden si es necesario solo para recuperar el cuadro. Me pregunto qué precio estará dispuesto a pagar solo por ver esa maldita obra de arte de vuelta en sus manos. Lilith pagaría todo lo que estuviera en su mano para verme caer, pero, por suerte para mí, no tiene mucho que ofrecer.

La historia del supuesto robo a la sastrería ha comenzado a llegar al recinto ferial. Antes siquiera de que Aiden apareciera, la domadora de serpiente, Najla, y una de las contorsionistas, Aline, han acudido a mi encuentro para contarme lo que han oído en su camino al mercado: Que el rey y la ardilla andaban haciendo travesuras por la ciudad y una pobre costurera ha sufrido las consecuencias de entrometerse en su camino. Después, los gemelos siameses me han contado otra versión que han oído cerca de Wall Street: El rey y la ardilla querían acabar con la sastrería de la madre de la última amante del rey después de haberse marchado antes de tiempo.

No quiero que esto traiga más problemas al circo, pero lo hará. Me obligo a pensar como Phineas Barnum: Toda publicidad es buena publicidad.

Nunca se me ha dado mal mentir, pero me resulta complicado mentir a la cara de Philip después de todos los favores y concesiones que me ha hecho. Por eso, en cuanto el reloj de su muñeca dio las nueve de la mañana y Aiden no llegaba, lo solté todo. Les hablé de la amenaza que Aiden había encontrado en su cuarto, del miedo que tenía a que Lilith volviera a pisar el circo y nos lanzara algo peor que tomates; les conté cómo nos escapamos a la ciudad y nos colamos en la sastrería para dejar claro que nosotros también podíamos sacar las garras. Les conté cómo nos pillaron in fraganti y nos mantuvieron presos en el sótano hasta que se hizo de día, y cómo nos soltaron a las calles de Nueva York gritando que les habíamos robado.

Philip se llevó las manos a la cabeza en cuanto cerré la boca. Comenzó a andar en círculos y a repetirse una y otra vez para sí mismo que estaba rodeado de inconscientes. Ahora, no menos calmado después de haber observado las pinceladas de Leonardo Da Vinci sobre el cuadro que Aiden acaba de traer como si fuera una bomba a punto de explotar, sigue andando en círculos y farfullando.

—No me extraña que Barnum se retirara —murmura sin dejar de caminar—. Lo que me extraña es que siga vivo. Normal, estaba tan loco como vosotros. —Se detiene y me señala con el dedo—. ¡No gano para disgustos! —Se quita el sombrero y agacha un poco la cabeza para que todos podamos verle el pelo—. ¡Mira, mira qué canas! Y todo por vosotros, panda de inconscientes. —Alza las manos al cielo—. ¡Locos, locos todos!

Me muerdo el interior de la mejilla y espero pacientemente a que deje de gritar. Pasan más de cinco minutos.

—¿Mejor? —pregunta Anne en cuanto Philip se queda callado por más de diez segundos.

—Mejor —responde. Se vuelve a poner el sombrero y se sienta a mi lado conteniendo un suspiro—. ¿Qué hacemos ahora?

Abro bien los ojos y trago saliva.

—¿Me lo preguntas a mí?

—Te conozco, Gael. No puedes pasarte mucho tiempo sin tramar algo. Has sufrido las peores veinticuatro horas de tu vida, algo se te ha tenido que ocurrir.

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