CAPÍTULO SETENTA Y TRES

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J'ai cherché. Amir.

Hacer caso a Philip es más fácil en la teoría que en la práctica.

Llevo toda la mañana pensando en qué decirle a Aiden y nada suena convincente. No quiero contarle la verdad, hablarle de Minna y Hazel, o de los otros dos favores que aún me quedan. No quiero explicarle los motivos por los que hago ciertas cosas, ni recibir su lástima. No tengo fuerzas para derribar un nuevo muro sin su ayuda.

En cuanto cruzo las puertas dobles, bañadas en oro, sé que debía haber hablado con el trapecista antes.

―Es un placer darles la bienvenida al casino de Montecarlo ―anuncia nuestro guía.

Desde que visité Londres pensé que al palacio de Buckingham jamás le saldrían competidores, que era demasiado lujoso para que nada se le comparara. Está claro que me equivocaba.

Se me descuelga la mandíbula al levantar la cabeza hacia el techo. Las paredes del recibidor son de mármol salmón y columnas griegas. El techo es una maravilla de mosaico pintada a mano donde cuelga una lámpara con cientos de diminutos cristales y algunas velas apagadas. Dos mujeres nos retiran los abrigos y un hombre se acerca con una bandeja, tan dorada como el resto del casino, llena de copas de champagne.

Los murmullos no se hacen esperar. El guía espera a que comprendamos dónde nos encontramos, debe estar más que acostumbrado. Advierte, de todas maneras, que no está permitido deambular por el casino a nuestras anchas y que debemos seguirlo en todo momento. Si Aiden y yo nos habláramos, romper esa norma sería nuestro siguiente objetivo.

―Ni lo pienses ―oigo a Philip detrás de mí. Me ha calado sin que tuviera que abrir la boca―. No quiero un espectáculo aquí.

Bajo la cabeza y le aseguro que no tiene nada de qué preocuparse. Philip, sonriente, rueda los ojos y se toma de un trago el contenido de su copa. Desde que me contó lo que tenía planeado para Sofía se ha vuelto un manojo de nervios y no creo que su corazón sea capaz de soportar más sorpresas hasta entonces.

Echo un vistazo alrededor y sorprendo a Aiden mirándome. Al instante, ladea la cabeza más allá de mí como si hubiera estado fijándose en el cuadro que queda a mi espalda en todo momento. Persigue a WD como un perrito faldero en cuanto el guía se dirige a las siguientes dobles puertas.

Las abre con un leve empujón. Si el recibidor me había parecido brillante, la siguiente estancia hace que tenga que entrecerrar los ojos. El suelo está cubierto por una gigantesca alfombra verde con motivos geométricos de colores terrosos. Las paredes están pintadas con grandes paisajes naturales y consiguen que la ausencia de ventanas se solvente. Hay un par de puertas de cristal que dan al exterior, así que la luz no solo viene de las lámparas gemelas a la del recibidor. Es como si toda la estancia llevara el adjetivo 'grande' delante.

Casi tan grande como la carpa del circo, la sala está llena de mesas aquí y allá, donde los más madrugadores ―o los más ludópatas― ya se acumulan junto a los crupieres. Las manos de estos son tan ligeras como plumas y mueven las cartas a su antojo como si de extensiones de sus dedos se trataran. Según cuenta el guía, han recibido un entrenamiento de diez meses antes de poder erguirse detrás de cualquiera de las mesas.

―En esta sala, como en la contigua, se puede jugar a todos los juegos de cartas que se imaginen: póquer, blackjack, solitario, Baccarat, pai gow... También pueden echar sus apuestas en la ruleta, el juego favorito de las señoritas ―suelta y le guiña el ojo a Lettie― o probar suerte en el bingo. Tenemos partidas que empiezan cada hora en punto. Aunque, si me preguntan a mí, diría que los dados es la mejor opción para ganar algo rápido.

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