CAPÍTULO SESENTA Y UNO

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Bajo La Piel. Alice Wonder.

JOEY

Desde el momento en el que mis pies pisaron Grecia supe que este no era mi lugar. Sentía la presión de una corona en la que no había pensado durante años, la vigilancia constante de personas que no se preocupaban por mí, sino por ellos mismos; podía oír los murmullos de mi escolta a mis espaldas. Solo el olor a sal y a aceite, el rumor de las olas contra la costa y el sol abrasador del Mediterráneo logran consolar un maltrecho corazón como el mío.

No me arrepiento de mi decisión. Fue por una buena causa: Salvé al circo de la bancarrota asumiendo el pago del cuadro y les di tiempo antes de que las autoridades pudieran siquiera pensar en perseguirlos. Los salvé. Yo. Además, Fylanka llevaba todos aquellos meses buscándome por todas partes y nos habíamos carteado lo suficiente para saber que mis horas en el circo estaban contadas. Mi destino estaba en Grecia, tan solo me había dedicado a ignorarlo.

Sin embargo, mi llegada solo parece haber traído problemas al país. Tampoco es que mi padre se hubiera esforzado mucho en mejorarlo: Centrado solo en sí mismo y sus lujos, se olvidó de un pueblo que, poco a poco, se iba consumiendo en impuestos, hambre e injusticias. Las cosas no son fáciles en un país al que le han impuesto la monarquía. Sé que, en realidad, al pueblo le da igual si el que está en la cima es un rey, un gobernador o un presidente, siempre que cumpla con sus obligaciones. Mi padre, Otón, no lo hizo, pero, ahora que es mi turno, espero enmendar su error.

—No hay manera de borrarlos —oigo a uno de mis criados murmurar al modista que ha entrado en mi habitación—. Son tatuajes, no la henna árabe.

—¿Cuántos hay? —pregunta el modista.

No sé qué aspecto tiene, pero podría apostar todo mi oro a que tiene la expresión de asco grabada en la cara con la que estoy familiarizado. Mantengo la cabeza escondida debajo de las sábanas y le rezo a los dioses por unas horas más de descanso, de paz. Y también les pido ron, o ginebra, o cualquier bebida que me endulce el mal trago de despertar.

—Trescientos ochenta y ocho, señor. Las mujeres se los contaron unos días después de llegar.

—¿Está completamente cubierto?

—Del todo, señor. Salvo las palmas de las manos, las plantas de los pies y detrás de las orejas.

Las únicas partes limpias, como yo las llamo. Puras, blancas. Las únicas partes imprescindibles para trabajar. Eso no impidió que me marcaran con ampollas y heridas, que se mancharan de polvo y lágrimas ante el cansancio...

El modista farfulla una maldición en griego con el tono de voz cargado de espanto. La misma maldición escapó de los labios de las mujeres que contaron mis tatuajes, de los hombres que me vistieron y del sirviente que me trajo la botella de ouzo la primera noche, cuando me postré desnudo en la cama más grande en la que he dormido nunca.

"Soy un espectáculo andante, damas y caballeros. ¡Pasen y vean!" me dan ganas de gritar. Como gritaba Barnum la primera temporada del circo, cuando todavía me daba miedo que me observaran con nada más que unos calzones y una capa. ¿Quién me iba a decir que me iba a enriquecer gracias a ello?

—¿Qué hay de las fotografías de la prensa internacional?

—Las hicieron de lejos, nada de primeros planos. Llevaba ropas largas y solo se le veían los de la cara. Pero ya se ha enterado todo el mundo —le informa el sirviente—. Bastó con hacer un poco de investigación.

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