Capítulo XLIII - El Traslado De Margaret

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Lo más insignificante de lo que nos despedimos

pierde su insignificancia a la hora del adiós.

ELLIOTT[72]



La señora Shaw tomó una aversión a Milton tan fuerte como podía hacerlo una dama delicada como ella. Era una ciudad ruidosa y llena de humo, la gente pobre que veía por las calles era sucia, las damas ricas vestían de forma extravagante y no había visto ni a un hombre, rico o pobre, con ropa a la medida. Estaba convencida de que Margaret no recuperaría las fuerzas mientras siguiera allí. Ella misma temía sufrir uno de sus antiguos ataques de nervios. Margaret tenía que marcharse con ella y tenía que hacerlo cuanto antes. Ése, si no la fuerza exacta de las palabras, fue de todos modos el ánimo de lo que recomendó a Margaret, hasta que, débil, cansada y abatida, le prometió de mala gana que en cuanto pasara el miércoles volvería con ella a la ciudad, dejando que Dixon se ocupara de pagar las facturas, vender los muebles y cerrar la casa. Antes de aquel miércoles —aquel miércoles triste en que iban a enterrar al señor Hale, lejos de los hogares que había conocido en vida y lejos de la esposa que yacía sola entre extraños (y esto último era el gran problema de Margaret, pues creía que si no se hubiera entregado a aquel incontenible estupor durante los primeros días tristes, podría haber organizado las cosas de otro modo)—, antes de aquel miércoles, Margaret recibió una carta del señor Bell.


Querida Margaret: 

Me proponía regresar a Milton el jueves, pero lamentablemente coincide con una de las raras ocasiones en que los compañeros de Plymouth tenemos que cumplir ciertos deberes y no puedo faltar. El capitán Lennox y el señor Thornton están aquí. El primero parece un hombre elegante y bienintencionado; y ha propuesto ir a Milton y ayudarte a buscar el testamento. Es evidente que no existe o ya lo habrías encontrado a estas alturas si has seguido mis instrucciones. El capitán dice que luego tiene que llevaros a casa a ti y a su suegra; y, encontrándose su esposa en el estado en que se encuentra, no veo cómo puedes esperar que se quede más allá del viernes. No obstante, esa Dixon tuya es leal, y sabe defenderse sola y defender tus intereses hasta que llegue yo. Pondré los asuntos en manos de mi abogado de Milton si no hay testamento; pues dudo que este elegante capitán sea un gran hombre de negocios. Sin embargo, sus mostachos son espléndidos. Habrá que hacer una venta; así que selecciona lo que quieres conservar. O puedes enviar luego una lista. Ahora dos cosas más y terminaré. Ya sabes, y si no lo sabes tu pobre padre sí lo sabía, que te dejaré todos mis bienes y mi dinero cuando muera. No es que piense morirme todavía; pero lo menciono sólo para explicar lo siguiente. Parece que estos Lennox te tienen mucho cariño ahora; y tal vez siga siendo así; o tal vez no. Así que es mejor empezar con un acuerdo formal; es decir, que les pagarás doscientas cincuenta libras anuales mientras ellos y tú consideréis agradable vivir juntos. (Eso incluye a Dixon, por supuesto; no te dejes engatusar para pagar más por ella). Así no te verás abandonada a tu suerte si algún día el capitán quiere tener la casa para él solo, sino que podrás irte con tus doscientas cincuenta libras a alguna otra parte; eso si no te he pedido antes que vengas a llevar mi casa. Luego, en cuanto a ropa, Dixon, gastos personales y dulces (todas las jóvenes toman dulces hasta que les llega la sensatez con la edad): consultaré a una dama que conozco y veré cuánto te quedará de tu padre antes de determinar esto. Bien, Margaret, ¿has salido corriendo antes de llegar hasta aquí, preguntándote qué derecho tiene el viejo a arreglar tus asuntos tan caballerosamente?

Estoy seguro de que lo has hecho. Pero te diré que el viejo tiene un derecho. Ha estimado a tu padre durante treinta y cinco años. Le acompañó el día de su boda; le cerró los ojos cuando murió. Y, además, es tu padrino. Y como no puede beneficiarte mucho espiritualmente, pues conoce en secreto tu superioridad en tales asuntos, le complacería hacerte el pobre bien de dotarte materialmente. Y el viejo no tiene ningún pariente conocido en la tierra; «¿quién va a llorar a Adam Bell?», y todo su corazón está empeñado en esta única cosa y Margaret Hale no es la chica que le dirá que no. Escríbeme a vuelta de correo aunque sean sólo dos líneas dándome tu respuesta, pero no las gracias.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora