Capítulo XXXVII - Una Ojeada Al Sur

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¡Una pala, un rastrillo, un azadón!

¡Un pico o una piqueta!

Una guadaña o una hoz para la siega,

un mayal o lo que quieras:

y una mano bien dispuesta

a manejar el utensilio necesario,

can destreza aprendida en las duras lecciones

de la dura escuela del trabajo.

HOOD[63]


La puerta de la casa de Higgins estaba cerrada cuando Margaret y su padre fueron a visitar a la viuda de Boucher al día siguiente, pero un vecino amable les dijo que había salido. Había pasado a ver a la señora Boucher, no obstante, antes de iniciar su trabajo diario, fuera el que fuese. La visita a la señora Boucher fue poco satisfactoria; ella se consideraba una mujer maltratada por el suicidio de su pobre esposo; una idea difícil de refutar por el germen de verdad que contenía.  Pero no resultaba agradable verla concentrarse tanto en sí misma y en su situación, un egoísmo que abarcaba incluso las relaciones con sus hijos, a quienes consideraba estorbos pese al cariño un tanto animal que sentía por ellos. Margaret procuró familiarizarse con dos de ellos mientras su padre se esforzaba por elevar los pensamientos de la viuda a un plano un poco más alto que el del mero estado quejumbroso. Los niños le parecían dolientes mas inocentes y sinceros que la viuda. Su padre había sido cariñoso con ellos; cada uno explicó a su modo titubeante algún ejemplo de ternura o de benevolencia del padre que habían perdido.

—¿De verdad es él el que está arriba? No parece él. Me dio miedo y papi nunca me daba miedo.

Margaret sintió una pena profunda al saber que la egoísta necesidad de compasión de la madre la había impulsado a llevar a los niños a ver su padre desfigurado. Mezclaba el burdo horror con la profundidad del dolor natural. Intentó hacerles pensar en otra cosa: en lo que podían hacer por su madre, en lo que le hubiera gustado a su padre que hicieran, pues ésta era una forma más eficaz de expresarlo. Margaret tuvo más éxito que el señor Hale en sus esfuerzos. Los niños vieron que sus pequeños deberes consistían en actuar en su entorno inmediato y cada uno intentó hacer algo para ordenar la casa desastrada siguiendo las indicaciones de Margaret. Pero el señor Hale planteó un nivel demasiado elevado y una perspectiva demasiado abstracta a la enferma indolente. No consiguió despertar su mente aletargada lo bastante para que imaginara de forma vívida el sufrimiento que había llevado a su marido a dar aquel último paso terrible. Sólo podía considerarlo en la medida en que la afectaba a ella, no comprendía la misericordia perdurable del Dios que no había intervenido concretamente para impedir que el agua ahogara a su esposo postrado. Y aunque en su fuero interno censuraba a su marido por haber caído en tan lúgubre desesperanza y negaba que tuviera excusa por aquel último acto impetuoso, no cejó en sus improperios contra todos aquellos que podían haberle empujado a cometerlo de un modo u otro. Los patronos, en particular el señor Thornton, cuya fábrica había sido atacada por Boucher y que, después de que se diera la orden de detención por los disturbios, había hecho que la retiraran; el sindicato, cuyo representante era Higgins para la pobre mujer; los hijos tan numerosos, tan hambrientos y tan escandalosos: todos formaban un gran ejército de enemigos personales, que tenía la culpa de que ella fuera ahora una viuda desvalida.

Margaret oyó este discurso irracional lo suficiente para desanimarse; y cuando se marcharon le resultó imposible animar a su padre.

—Es la vida de la ciudad —le dijo—. Las prisas, la agitación y la velocidad de todo lo que los rodea aumentan su nerviosismo; y eso sin mencionar el confinamiento en estas casas reducidas, que basta por sí mismo para causar depresión y desaliento. En el campo la gente vive mucho más al aire libre, incluso los niños e incluso en invierno.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora