Luchan pensamiento y pensamiento, una chispa de verdad
salta del choque del escudo y la espada.
W S. LANDOR[23]
—Margaret, tenemos que devolver la visita a la señora Thornton —le dijo su padre al día siguiente—. Tu madre no se encuentra muy bien y cree que no puede caminar tanto, así que iremos tú yo esta tarde.
En el camino, el señor Hale empezó a hablar sobre la salud de su esposa con cierta angustia velada, y Margaret se alegró de ver que se preocupaba al fin.
—¿Consultaste al médico, Margaret? ¿Le has enviado aviso?
—No, papá. Me dijiste que viniera a verme a mí. Y yo estaba bien. Pero si supiera de algún buen médico, iría esta misma tarde a pedirle que viniera a casa, porque estoy segura de que mamá está gravemente indispuesta.
Lo dijo tan lisa y llanamente porque su padre se había negado de plano a aceptar la idea la última vez que le había mencionado sus temores. Pero ahora había cambiado de actitud. Él contestó en tono abatido:
—¿Crees que tiene alguna afección oculta? ¿De verdad crees que está muy enferma? ¿Te ha dicho algo Dixon? ¡Dímelo, Margaret! Me atormenta la idea de que nuestro traslado a Milton haya acabado con ella. ¡Mi pobre Maria!
—Vamos, papá, no imagines esas cosas —dijo Margaret horrorizada—. No está bien, eso es todo. Muchas veces se encuentra mal durante un tiempo y con buenos consejos médicos se recupera y se pone más fuerte que nunca.
—Pero ¿te ha dicho Dixon algo?
—No. Ya sabes que le encanta hacer misterios de insignificancias; y está bastante misteriosa sobre la salud de mamá últimamente, lo cual me ha alarmado bastante; eso es todo. Sin motivo, lo confieso. Mira papá, el otro día dijiste que me imaginaba cosas.
—Espero y confío en que sea así. Pero ahora olvida lo que dije entonces. Me gusta que te preocupes por la salud de tu madre. No temas explicarme tus fantasías. Me gusta que lo hagas, aunque, lo confieso, hablé como si estuviera enojado. Pediremos a la señora Thornton que nos recomiende a un buen médico. No tiraremos nuestro dinero consultando al que no sea el mejor. Espera, tenemos que torcer en esta calle.
Parecía imposible que hubiera en aquella calle alguna casa bastante grande para ser la residencia de la señora Thornton. El porte de su hijo no daba ninguna idea sobre el tipo de casa en que pudiera vivir. Pero Margaret había imaginado de forma inconsciente que la señora Thornton, tan alta, imponente y espléndidamente vestida, tenía que vivir en una casa que correspondiese a su carácter. Sin embargo, la calle Marlborough consistía en largas hileras de casitas con un muro blanco aquí y allá; al menos eso era todo lo que veían desde donde habían entrado.
—Me dijo que vivían en la calle Marlborough, estoy seguro —dijo el señor Hale, bastante perplejo.
—Quizá sea una de las economías que aún practica, vivir en una casa pequeñísima. Pero hay mucha gente en la calle. Déjame preguntar a alguien.
Así que se lo preguntó a un transeúnte, que le indicó que el señor Thornton vivía junto al taller y le señaló la puerta de entrada de la fábrica, al final del muro ciego en el que se habían fijado.
La entrada de la caseta del guarda era como una cancela normal. A un lado había grandes puertas cerradas para la entrada y salida de furgones y vagones. El guarda los dejó pasar a un patio rectangular muy grande: a un lado del mismo estaban las oficinas para las transacciones del negocio; al otro, un taller enorme con muchas ventanas, de donde salía el ruido constante de la maquinaria y el estruendo quejumbroso de la máquina de vapor, suficiente para ensordecer a los que vivían en el recinto. Frente al muro a lo largo del cual discurría la calle, en uno de los lados pequeños del rectángulo, se alzaba una espléndida vivienda rematada en piedra (ennegrecida por el humo, por supuesto, pero con pintura, ventanas y escaleras impecables). Era evidente que se trataba de una casa construida hacía unos cincuenta o sesenta años. Los revestimientos de piedra, las estrechas y alargadas ventanas y el número de éstas, así como los tramos de escaleras a ambos lados de la puerta principal y protegidos con barandillas, daban fe de su época. Margaret se preguntó por qué personas que podían permitirse vivir en una casa tan espléndida y mantenerla en tan perfecto estado, no preferirían una vivienda mucho más pequeña en el campo o incluso en algún barrio de las afueras y no allí, con el estruendo y ajetreo de la fábrica. Apenas podía oír lo que le decía su padre mientras esperaban a que les abrieran la puerta. También el patio, con las grandes puertas en el muro ciego como una barrera, constituía un panorama deprimente para las salas de la casa, según descubrió Margaret cuando subieron las anticuadas escaleras y les hicieron pasar al salón, cuyas tres ventanas daban a la entrada principal y a la habitación que quedaba a su derecha. No había nadie en el salón. Parecía que nadie hubiera entrado allí desde el día en que habían enfundado los muebles con tanto cuidado como si la casa fuera a quedar cubierta de lava y ser descubierta mil años después. Las paredes eran de color rosa y dorado; el diseño de la alfombra representaba ramilletes de flores sobre un fondo claro, pero estaba cuidadosamente protegida en el centro por una cubierta de lino satinada e incolora. Las cortinas de las ventanas eran de encaje; las butacas y sofás tenían fundas individuales de malla o de punto. Grandes conjuntos de alabastro ocupaban cada superficie lisa, libres de polvo, bajo unas pantallas de cristal. En el centro de la estancia, justo debajo de la araña cubierta con una bolsa, había una mesa redonda grande con libros de fina encuadernación dispuestos a intervalos regulares en toda la circunferencia de su superficie pulida que semejaban radios de vivos colores de una rueda. Todo reflejaba la luz, nada la absorbía. La estancia entera tenía un lastimoso aspecto moteado, tachonado, pintado que causó tan desagradable impresión a Margaret que apenas reparó en el trabajo necesario para mantenerlo todo tan pulcro e inmaculado en semejante atmósfera, ni en las molestias que debían de tomarse para conseguir aquel efecto de incomodidad gélida y blanca como la nieve. Mirase donde mirase, veía pruebas de esmero y trabajo, pero no para procurar comodidad y fomentar hábitos de sosegada labor hogareña, sino para adornar y para preservar el ornamento de la suciedad y el deterioro.
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Norte y Sur - Elizabeth Gaskell
RomanceMargaret Hale es una joven que, luego de la boda de su prima, vuelve a su querido pueblo Helstone donde pretenderá vivir una vida tranquila y sencilla. Sin embargo, un repentino problema familiar hace que deba mudarse con sus padres a la ciudad de M...