Capítulo XXVI - Madre E Hijo

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He hallada el sagrado lugar de reposo

todavía inmutable.

SRA. HEMANS[42]


Cuando el señor Thornton salió de la casa aquella mañana estaba casi ciego de cólera desconcertada. Se sentía tan mareado como si Margaret, en vez de mostrarse, hablar y actuar como una joven tierna y delicada, hubiera sido una verdulera robusta y le hubiera dado unos buenos puñetazos. Sentía verdadero dolor físico: un fuerte dolor de cabeza y palpitaciones intermitentes. No soportaba el ruido, la intensa luz y el movimiento y el estruendo continuos de la calle. Se llamó estúpido por sufrir de aquel modo. Y sin embargo, de momento no podía recordar la causa de su sufrimiento ni determinar si correspondía a sus efectos. Hubiese sido un alivio sentarse en el escalón de una puerta y llorar con un niño pequeño que vociferaba a lágrima viva indignado por algo que le habían hecho. Se dijo que odiaba a Margaret, pero una intensa sensación de amor desbordante surcó su lúgubre embotamiento como un rayo incluso mientras formulaba las palabras que expresaban odio. Su mayor consuelo consistía en abrazar su tormento; y en sentir, como le había dicho a ella, que no cambiaría un ápice aunque lo despreciara, lo desdeñara y lo tratara con su soberana y altiva indiferencia. No podía hacerle cambian La amaba, y seguiría amándola a pesar de ella y de aquel insidioso dolor físico.

Se paró un momento a tomar esta resolución con firmeza y claridad. Pasaba un ómnibus que iba al campo. El conductor creyó que quería subir y paró junto a la acera. Era demasiado complicado disculparse y explicarse, así que subió y se alejó de allí. Pasaron largas hileras de casas, luego villas independientes con jardines muy bien cuidados y llegaron a los verdaderos setos del campo y, luego, a un pueblecito. Bajaron todos los viajeros, y el señor Thornton hizo lo mismo; y cuando se alejaron caminando, los siguió. Se adentró a paso ligero en los campos, porque el ejercicio le despejaba la mente. Ahora podía recordarlo todo: el lastimoso papel que había representado; el ridículo que tantas veces se había dicho que era lo más estúpido del mundo; y las consecuencias habían sido exactamente las que había vaticinado siempre con sensatez si alguna vez se ponía en ridículo de aquel modo. Estaba embrujado por aquellos bellos ojos, aquella boca suave entreabierta y susurrante que se había posado tan cerca, en su hombro, todavía ayer. Ni siquiera podía librarse del recuerdo de que ella había estado allí, que le había rodeado con los brazos una vez, aunque no volvería a hacerlo. Sólo captaba vislumbres de ella. No la entendía en general. Tan pronto era muy valiente como muy tímida; tan pronto muy tierna como altiva y orgullosa. Decidió repasar detenidamente todas las veces que la había visto para olvidarla luego de una vez. La vio con diferentes atuendos y en distintos estados de ánimo y no supo cuál le sentaba mejor. Incluso aquella mañana, ¡qué espléndida estaba fulminándolo con la mirada ante la idea de que como había compartido ayer su peligro le interesara lo más mínimo!

Si el señor Thornton había sido estúpido por la mañana, como se repitió por lo menos veinte veces, no era mucho más juicioso por la tarde. Lo único que consiguió a cambio del viaje de seis peniques en ómnibus fue convencerse más de que nunca había existido ni existiría nunca alguien como Margaret; que ella no le amaba ni le amaría nunca; pero que ni ella ni el mundo entero le impedirían amarla. Volvió a la pequeña plaza del mercado y tomó de nuevo el ómnibus para regresar a Milton.

Ya era media tarde cuando bajó cerca de su almacén. Los lugares habituales le recordaron los hábitos y los discursos mentales habituales. Sabía cuánto tenía que hacer: más que el trabajo habitual, debido a la conmoción del día anterior. Tenía que ver a los magistrados, completar los acuerdos que sólo había hecho a medias por la mañana para la comodidad y la seguridad de sus obreros irlandeses recién importados; tenía que evitar toda posibilidad de comunicación entre ellos y los trabajadores descontentos de Milton. Y, por último, tenía que ir a casa y enfrentarse a su madre.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora