Capítulo XXX - En Casa Al Fin

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Las aves más tristes hallan una temporada de canto.

SOUTHWELL[50]


Nunca envuelvas en el manto la pena oculta,

nunca, abrumado de nuevo por las nubes de la memoria,

inclines la cabeza. ¡Te vas a casa!

SRA. HEMANS[51]


La señora Thornton visitó a la señora Hale al día siguiente por la mañana. La enferma había empeorado mucho. Se había producido uno de esos cambios súbitos (esos pasos agigantados hacia la muerte) durante la noche, y el aspecto macilento y consumido que había adoptado en aquellas doce horas de sufrimiento asustó incluso a su familia. La señora Thornton no la había visto en varias semanas y se ablandó de repente. Sólo había ido porque su hijo se lo había pedido como un favor personal, pero sin abandonar su orgulloso resentimiento contra aquella familia a la que pertenecía Margaret. Dudaba de que la señora Hale estuviera enferma de verdad; dudaba que la visita respondiera a ninguna necesidad, aparte del capricho pasajero de aquella dama que la había obligado a desviarse del curso previamente establecido de sus ocupaciones aquel día. Le había dicho a su hijo que deseaba que los Hale no se hubieran acercado nunca a Milton, que no los hubiera conocido nunca, que no se hubieran inventado nunca lenguas tan absurdas como el latín y el griego. Él lo soportó todo en silencio. Pero cuando ella concluyó su invectiva contra las lenguas muertas, él volvió a expresarle de forma breve, cortante y firme su deseo de que visitara a la señora Hale a la hora convenida, que sin duda era la más oportuna para la enferma. La señora Thornton accedió de muy mala gana al deseo de su hijo, al mismo tiempo que le consideraba aún más noble por expresarlo y exageraba para sí la idea que tenía él de ser extraordinariamente bueno por mantener la relación con los Hale con tanto empeño.

La bondad rayana en debilidad de su hijo (como todas las virtudes más delicadas, a su modo de ver) y el desprecio que sentía ella por el señor y la señora Hale, amén de su clara aversión hacia Margaret, eran las ideas que dominaban la mente de la señora Thornton; pero se desvanecieron de pronto ante la oscura sombra de las alas del ángel de la muerte. Allí yacía la señora Hale — madre también, como ella; y mucho más joven que ella—, en el lecho del que todo parecía indicar que no volvería a levantarse. No existía para ella más variedad de luz y sombra en aquella habitación en penumbra, ni capacidad de acción, apenas cambio de movimiento; sólo vagas alternancias de leves susurros y deliberado silencio. Y sin embargo, ¡aquella vida monótona parecía casi excesiva! Cuando llegó la señora Thornton, fuerte y pletórica de vida, la señora Hale yacía inmóvil, aunque se hizo evidente por su expresión que la reconocía. Ni siquiera abrió los ojos durante un par de minutos. La densa humedad de las lágrimas empañó sus pestañas antes de que alzara la vista. Tanteó débilmente la ropa de la cama buscando los dedos largos y firmes de la señora Thornton y dijo con un hilo de voz (la señora Thornton tuvo que agacharse para oírla):

—Margaret..., usted tiene una hija..., mi hermana está en Italia. Mi hija se quedará sin madre..., en un lugar extraño... si me muero..., ¿querría usted...?

Y clavó su mirada errante, empañada y cargada de nostalgia en la cara de la señora Thornton. No se advirtió ningún cambio en su rigidez adusta e inmutable durante un minuto, pero la enferma podría haber visto la nube oscura que cruzó aquel gélido semblante si las lágrimas no le hubieran nublado los ojos lentamente. La señora Thornton se conmovió al fin, pero no por pensar en su hijo, ni por la imagen de su hija Fanny, sino por un súbito recuerdo, provocado por algo en la disposición de la estancia: el recuerdo de una hijita muerta en la infancia hacía muchos años que fundió cual súbito rayo de sol la capa de hielo tras la que se ocultaba una mujer muy tierna.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora