Capítulo XLVI - Antes Y Ahora

77 6 5
                                    


Siempre que me atrevo a pensar de nuevo

en aquellos tiempos tan felices,

he de añorar aún a los amigos fieles

que la muerte se llevó de mi lado.


Pero cuando existe verdadera amistad,

espíritu es lo que el espíritu encuentra.

En espíritu entonces nuestro gozo hallamos,

y en espíritu sigo a ellos ligado.


UHLAND[78]



Margaret estaba preparada mucho antes de la hora prevista, y tuvo tiempo de llorar un poco, quedamente, cuando no la observaban, y de sonreír animosa cuando alguien la miraba. Su última preocupación fue que llegaran tarde y perdieran el tren. ¡Pero no fue así! Llegaron a tiempo; y respiró tranquila y feliz por fin, sentada frente al señor Bell en el coche, mientras las estaciones conocidas iban quedando rápidamente atrás. Veía los antiguos pueblos y aldeas sureños, dormidos a la cálida luz del sol puro, que daba un color todavía más rojizo a sus tejados, tan diferentes de los de pizarra del norte. Las palomas revoloteaban sobre los pintorescos tejados posándose despacio aquí y allá y erizando las plumas brillantes y suaves como si expusieran todas las fibras al delicioso calor. Se veían pocas personas en las estaciones y parecían casi demasiado perezosamente contentas para querer viajar. Allí no se advertía el ajetreo y la animación que había observado Margaret en sus dos viajes en la línea de Londres y Norte-Oeste. Más adelante, aquella línea cobraría vida y movimiento cuando se llenara de buscadores de placeres; pero en cuanto al constante ir y venir de los atareados comerciantes, sería siempre muy distinta de las líneas del norte. Allí siempre había algunos espectadores ociosos en casi todas las estaciones, con las manos en los bolsillos y tan absortos en el simple hecho de observar que los viajeros se preguntaban qué harían cuando el tren se perdiera en la lejanía y sólo pudiera contemplar la vía vacía, algunas cabañas y los campos distantes. El aire caliente bailaba sobre la dorada quietud de la tierra, iban quedando atrás una granja tras otra, y cada una recordaba a Margaret los idilios alemanes, Hermann y Dorotea[79], y Evangeline[80]. Salió de este ensueño. Era el momento de bajar del tren y tomar el coche a Helstone. Y entonces le atravesaron el corazón sentimientos más intensos, no sabría decir si de dolor o de gozo. Cada trecho estaba cargado de asociaciones que no se hubiese perdido por nada, aunque cada una la hacía llorar con honda añoranza «por los tiempos pasados». Había recorrido por última vez aquella carretera cuando se marchó del lugar con su padre y su madre: el día y la estación eran sombríos entonces y ella misma se sentía desesperada, pero los tenía a ellos. Ahora estaba sola, huérfana; y ellos se habían alejado de ella extrañamente y habían desaparecido de la faz de la tierra. Le dolía ver la carretera de Helstone tan inundada de sol, y cada recodo y cada árbol conocido tan exactamente iguales en su esplendor estival que como los recordaba. La naturaleza no sufría cambios y era siempre joven.

El señor Bell sabía lo que pasaba por la mente de Margaret, y guardó un prudente y cordial silencio. Llegaron al Lennard Arms; medio granja medio hostal, un poco apartado de la carretera, lo suficiente para indicar que el anfitrión no dependía de la clientela de viajeros tanto como para tener que ir a su encuentro; más bien tenían que buscarlo ellos. La casa daba al ejido del pueblo; y justo delante se alzaba un tilo centenario, en alguno de cuyos huecos frondosos colgaba el lúgubre blasón de los Lennard. Las puertas estaban abiertas de par en par, pero no acudió nadie a recibir a los viajeros. Apareció al fin la dueña (y antes de que lo hiciera podrían haber sustraído muchos artículos), les dio una cordial bienvenida, casi como si fueran invitados, y se disculpó por haber tardado tanto, alegando que como era la temporada de la siega y había que enviar las provisiones a los hombres al campo, estaba tan ocupada preparando los cestos que no había oído el ruido de las ruedas en el sendero herboso que tomaban los coches hasta el hostal al salir de la carretera.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora