Capítulo XXXI - ¿Deberíamos Olvidar A Los Viejos Amigos?

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¿No demuestran esa actitud y todos estos rasgas

la astucia de la serpiente y la caída del pecador?

CRABBE[55]


Llegó la mañana de octubre gélida y escalofriante: no la mañana de octubre en el campo con brumas plateadas que los rayos de sol despejan realzando la espléndida belleza del colorido, sino la mañana de octubre en Milton, cuyas brumas plateadas eran densas nieblas y donde el sol sólo alumbraba las largas calles oscuras cuando conseguía atravesarlas y brillar. Margaret iba de un sitio a otro ayudando a Dixon en las tareas domésticas. Las lágrimas le nublaban los ojos continuamente, pero no tenía tiempo para entregarse al llanto. Su padre y su hermano contaban con ella. Mientras ellos daban rienda suelta a su dolor, ella tenía que trabajar, hacer planes, pensar detenidamente. Tuvo que ocuparse incluso de los preparativos necesarios para el entierro.

Cuando el fuego estaba vivo y chisporroteante, cuando ya estaba todo preparado para el desayuno y la tetera silbaba, Margaret dio un último repaso a la habitación antes de ir a llamar al señor Hale y a Frederick. Quería que resultara todo lo más alegre posible; y cuando lo consiguió, el contraste entre la estancia y sus pensamientos le provocó un súbito llanto incontenible. Estaba arrodillada junto al sofá con la cara oculta entre los cojines para que nadie oyera sus sollozos cuando sintió la mano de Dixon en el hombro.

—Vamos, señorita Hale, ¡vamos, querida! No puede dejarse llevar. ¿Qué será de nosotros si lo hace? No hay nadie más en la casa que pueda dar instrucciones y hay muchas cosas que hacer. Hay que decidir quién va a oficiar el entierro, quién asistirá y dónde se hará. Y hay que organizarlo todo. Y el señorito Frederick está como loco de tanto llorar. Y al señor nunca se le ha dado muy bien organizar las cosas, pero ahora el pobre va de un lado para otro como si estuviera perdido. Ya sé que es muy triste, querida. Pero la muerte nos llega a todos. Y tiene suerte de no haber perdido nunca a un amigo.

Tal vez fuera así. Pero esta pérdida parecía única. No tenía comparación con ninguna otra cosa del mundo. Las palabras de Dixon no consolaron a Margaret, pero la insólita ternura de la estirada sirvienta le llegó al alma; y más por el deseo de demostrarle su gratitud que por ninguna otra razón, se levantó y respondió con una sonrisa a su mirada preocupada, y fue a avisar a su padre y a su hermano de que el desayuno estaba preparado.

El señor Hale acudió como en un sueño, o, mejor dicho, con el paso maquinal de un sonámbulo que percibe con los ojos y la mente cosas que no están presentes. Frederick llegó con paso ligero y una alegría forzada, le cogió la mano, la miró a los ojos y se echó a llorar. Margaret tuvo que concentrarse en hacer comentarios triviales durante todo el desayuno para evitar que sus compañeros recordaran la última comida que habían hecho juntos mientras escuchaban tensos, atentos a cualquier sonido o señal que pudiera llegar de la habitación de la enferma.

Margaret decidió hablar con su padre sobre el entierro después del desayuno. El asintió con un cabeceo a cuanto le dijo, aunque muchas de sus propuestas eran contradictorias. No consiguió sacarle ninguna decisión. Y cuando se disponía a salir de la habitación lánguidamente para consultar con Dixon, el señor Hale le indicó que volviera a su lado.

—Pregúntale al señor Bell —le dijo con voz cavernosa.

—¡El señor Bell! —exclamó ella, un poco sorprendida—. ¿El señor Bell de Oxford?

—El señor Bell —repitió él—. Sí. El fue mi padrino de boda.

Margaret comprendió la asociación.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora