Capítulo XXIV - Errores Aclarados

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Tu belleza fue lo primero que conquistó el lugar,

y escaló las murallas de mi corazón impávido,

que languidece ahora cautivo en un rincón,

sufriendo el cruel rigor del abandono:

pero de todas modos tu siervo aguantará,

a despecho del brusco rechazo y del callado orgullo.

WILLIAM FOWLER[37]


Margaret se levantó al día siguiente contenta de que hubiera terminado la noche: no se sentía como nueva pero sí descansada. Todo había ido bien en la casa; su madre sólo se había despertado una vez. Una ligera brisa agitaba el aire caliente y aunque no había árboles que mostraran el alegre movimiento de las hojas agitadas por el viento, Margaret sabía que en uno u otro lugar, al borde del camino, en los sotos o en la espesura del bosque, había un alegre sonido susurrante, un ruido creciente y decreciente, cuya sola idea era un eco de alegría lejana en su corazón.

Se sentó con su labor en la habitación de la señora Hale. En cuanto pasara el reposo de aquella mañana, ayudaría a vestirse a su madre; después de comer iría a ver a Bessy Higgins. Desterraría todos los recuerdos de la familia Thornton, no había ninguna necesidad de pensar en ellos hasta que se le aparecían en carne y hueso. Pero, por supuesto, el esfuerzo de no pensar en ellos hacía que se le apareciesen con más fuerza; y, de vez en cuando, le cubría la cara un rubor ardiente que la iluminaba como el rayo de sol entre nubarrones que se mueve rápidamente sobre el mar.

Dixon abrió la puerta muy despacio y se acercó de puntillas a Margaret, que estaba sentada junto a la ventana sombreada.

—El señor Thornton, señorita Margaret. Está en la sala.

Margaret dejó la costura.

—¿Ha preguntado por mí? ¿No ha ido papá?

—Ha preguntado por usted, señorita. El señor ha salido.

—Bueno, ahora voy —dijo Margaret tranquilamente. Pero se demoró de forma extraña.

El señor Thornton esperaba de pie junto a una ventana, de espaldas a la puerta; parecía concentrado en observar algo de la calle. Pero en realidad, tenía miedo de sí mismo. Se le aceleraba el corazón al pensar en la llegada de ella. No podía olvidar el roce de sus brazos en el cuello, que le había impacientado en el momento; pero el recuerdo de su defensa aferrándose a él parecía estremecerle de pies a cabeza, derretir toda la resolución y la capacidad de controlarse como si fuera cera junto al fuego. Le aterraba acercarse a ella para saludarla con los brazos abiertos en una muda súplica de que se acurrucara en ellos como había hecho el día antes sin que le hiciera ningún caso, pero que ya nunca sería así. El corazón le latía deprisa y con fuerza. Pese a ser un hombre fuerte, temblaba al pensar lo que tenía que decir y cómo reaccionaría ella. Ella podría flaquear, ruborizarse y caer en sus brazos como en su lugar de descanso y su hogar natural. Tan pronto resplandecía de impaciencia al pensar que lo haría, como temía un rotundo rechazo, cuya sola idea ensombrecía su futuro de tal forma que se negaba a pensarlo. Se sobresaltó al sentir la presencia de otra persona en la estancia. Se volvió. Había entrado tan suavemente que no la había oído; los ruidos de la calle le habían llegado con más nitidez que los lentos movimientos de ella con su vestido de muselina.

Ella se paró junto a la mesa y no le pidió que se sentara. Tenía los párpados entornados y sus labios entreabiertos dejaban ver la línea blanca de sus dientes cerrados, pero no apretados. El leve movimiento de la fina y bella nariz al respirar era el único movimiento apreciable en su rostro. La piel delicada, la mejilla ovalada, el precioso contorno de los labios, sus comisuras con hoyuelos profundos: todo era pálido y lívido aquel día; la pérdida del saludable color natural resaltaba más por la tupida sombra del cabello oscuro que le caía sobre las sienes para ocultar todo rastro del golpe que había recibido. Echaba levemente hacia atrás la cabeza con su antiguo porte altivo, a pesar de la mirada baja. Y tenía los brazos caídos a los lados. En conjunto, parecía una prisionera falsamente acusada de un delito que aborrecía y despreciaba y que la indignaba demasiado para justificarse.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora