Capítulo XXVII - Fruta

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Pues nunca puede ser malo algo

inspirado por la llaneza y el deber.

SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO[43]


El señor Thornton analizó recta y claramente los asuntos del día siguiente. Había una ligera demanda de artículos terminados; y como afectaba a su rama de la industria, la aprovechó y negoció bien. Asistió puntualmente a la reunión de sus colegas magistrados, procurándoles toda la ayuda de su sólido juicio y su capacidad de ver las consecuencias con un vistazo y llegar a una decisión rápida. Hombres de más edad, hombres de la ciudad de toda la vida, hombres mucho más ricos (que se habían dado cuenta de las cosas y habían invertido en tierras, mientras que el suyo era todo capital flotante, comprometido en su negocio) recurrían a él en busca de un juicio rápido y certero. Fue el encargado de tratar con la policía para que se diesen los pasos adecuados. Prestaba tanta atención a esa deferencia instintiva como al ligero viento del oeste que apenas alteraba el curso del humo de las altas y enormes chimeneas hacia el cielo. No advertía el mudo respeto que le manifestaban. Si hubiese sido de otro modo, lo hubiera considerado un obstáculo en la consecución del objetivo que perseguía. Pero, dadas las circunstancias, sólo se preocupaba de lograr ese objetivo. Eran los aguzados oídos de su madre los que captaban los comentarios de las esposas de aquellos magistrados y hombres acaudalados sobre la excelente opinión que el señor Tal o el señor Cual tenía del señor Thornton; que, de no haber sido por él, las cosas habrían ido de otro modo: es decir, pésimamente. Solucionó bien sus asuntos y dio por terminada la jornada. Parecía que su honda mortificación del día anterior y el curso confuso y sin rumbo de las horas posteriores le hubieran despejado todas las brumas mentales. Sentía su fuerza y disfrutaba con ello. Casi podía desafiar a su corazón. Podría haber cantado la canción del molinero que vivía a la orilla del río Dee si la hubiera sabido:

No quiero a nadie,

nadie me quiere.

Le presentaron las pruebas contra Boucher y otros cabecillas de los disturbios. Faltaban las de conspiración contra los otros tres. Pero encomendó encarecidamente a la policía que mantuviera la guardia; pues el rápido brazo de la ley debía estar dispuesto a golpear en cuanto pudieran demostrar una falta. Y luego salió de la cargada sala del juzgado a la calle, más fresca, pero todavía sofocante. Parecía que hubiera retrocedido de repente; sintió una languidez que le impedía controlar los pensamientos que vagaban hacia ella; recordó la escena: no la de su repulsa y rechazo del pasado día, sino las caras y los actos del anterior. Siguió maquinalmente por las calles atestadas, sorteando a los viandantes sin verlos, casi enfermo de anhelo de que volviera aquella media hora, aquel breve espacio de tiempo en que ella se abrazó a él y su corazón latió sobre el suyo.

—¡Eh, señor Thornton! Me deja usted con el saludo en la boca, caramba. ¿Qué tal la señora Thornton? ¡Un tiempo espléndido! ¡Le aseguro que a los médicos no nos gusta nada!

—Disculpe, doctor Donaldson. La verdad es que no le había visto. Mi madre está muy bien, gracias. Hace un día espléndido; bueno para la cosecha, supongo. Si hay trigo abundante, tendremos un comercio muy activo al año que viene. No sé ustedes los médicos.

—Sí, sí. Cada uno a lo suyo. Su mal tiempo y sus malos tiempos son buenos para mí. Cuando la industria va mal, hay más debilitamiento de la salud y predisposición a la muerte entre los hombres de Milton de lo que se cree.

—No en mi caso, doctor, yo soy de hierro. Ni la noticia de la peor deuda impagada me ha alterado el pulso. Le aseguro que esta huelga no me quita el apetito, y eso que me afecta más a mí que a nadie de Milton, más que a Hamper. Tendrá que ir a buscar un paciente en otra parte, doctor.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora