Capítulo V - Decisión

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Te pido un amor vigilante

sabio, atento y leal,

que sepa en la alegría sonreír,

y los ojos llorosos enjugar;

y un corazón descuidado de sí,

que sepa comprender y calmar.


ANONIMO[6]


Margaret fue una buena oyente de todos los pequeños planes que había hecho su madre para aliviar un poco la suerte de los feligreses más pobres. No podía por menos que escuchar, aunque cada nuevo proyecto era una puñalada en su corazón. Cuando llegaran las heladas estarían lejos de Helstone. El reumatismo del anciano Simon podría agravarse, podría empeorar su vista, y no habría nadie que fuera a leerle y a confortarle con tazones de caldo y prendas de abrigo de buena franela roja. O si lo había, sería un extraño, y el anciano la esperaría en vano a ella. El hijito tullido de Mary Domville se arrastraría hasta la puerta y esperaría mirando para verla salir del bosque. Aquellos pobres amigos nunca comprenderían por qué los había abandonado; y había muchos otros, además.

—Papá siempre ha gastado los ingresos del beneficio en la parroquia. Quizá esté usando las cuotas siguientes, pero el invierno puede ser muy crudo y tenemos que ayudar a nuestros pobres ancianos.

—Bueno, mamá, haremos lo que podamos —dijo Margaret impaciente, sin ver el aspecto prudencial del asunto y aferrándose sólo a la idea de que prestarían aquella ayuda por última vez—. Tal vez no sigamos aquí mucho tiempo.

—¿Te encuentras mal, cariño? —preguntó la señora Hale preocupada, malinterpretando la insinuación de Margaret sobre la incertidumbre de permanecer en Helstone—. Estás pálida y cansada. Es este aire húmedo, bochornoso e insalubre.

—No, no, mamá, no es eso: el aire es delicioso. Huele a la más pura y fresca fragancia comparado con la atmósfera cargada de Harley Street. Pero estoy cansada, ya casi debe de ser hora de acostarse.

—No falta mucho, son las nueve y media. Pero es mejor que te vayas ya a la cama, cariño. Pídele a Dixon unas gachas. Yo iré a verte en cuanto te acuestes. Me preocupa que te hayas resfriado, o respirado el aire pútrido de una de esas lagunas estancadas...

—Ay, mamá —dijo Margaret, besando a su madre con una leve sonrisa—. Estoy perfectamente, no te preocupes por mí; sólo estoy cansada. 

Subió a su habitación. Tomó un tazón de gachas para tranquilizar a su madre. Estaba echada lánguidamente en la cama cuando llegó la señora Hale a hacer algunas preguntas finales y darle un beso antes de retirarse a su habitación. Margaret se levantó presurosa en cuanto oyó que se cerraba la puerta de su madre, se echó la bata por encima y se puso a pasear de un lado a otro hasta que el crujido de una tabla del viejo entarimado le recordó que no debía hacer ruido. Se acurrucó en el asiento de la ventana, pequeña y de hueco profundo. Cuando había mirado afuera aquella mañana, le había saltado de alegría el corazón al ver sobre la torre de la iglesia las luces claras e intensas que presagiaban un día espléndido y soleado. Esa noche (habían pasado como máximo dieciséis horas) se sentó, demasiado triste para llorar, pero con una pena sorda y fría que parecía haber exprimido para siempre la juventud y el contento de su ser. La visita del señor Henry Lennox —su proposición— era como un sueño, algo al margen de su vida real. La cruda realidad era que su padre se había permitido dudas tentadoras hasta llegar a ser cismático, un paria. Todos los cambios consiguientes se agrupaban en torno a aquel único hecho importante y lamentable.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora