Capítulo XIV - El Motín

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Estaba acostumbrada

a dormir de noche como un niño.

Ahora me despierta si sopla fuerte el viento

y pienso en mi pobre hijo sacudido

en las mares bravíos. Y entonces

me parece creer que fue muy cruel quitármelo

por tan pequeña falta.

SOUTHEY[22]


Fue un consuelo para Margaret por entonces que su madre la tratara con más ternura y confianza que nunca desde los días de su infancia. La tomó como su amiga íntima, el puesto que siempre había deseado ocupar; había envidiado a Dixon porque la prefería a ella. No escatimó esfuerzos en responder a todas sus peticiones de comprensión (y eran muchas), aunque guardaran relación con nimiedades que ella misma no hubiera considerado ni observado más de lo que percibe un elefante la astillita en el suelo, que sin embargo alza con cuidado a la orden de su amo. Margaret se acercaba sin saberlo a una recompensa.

Una tarde que el señor Hale no estaba en casa, su madre empezó a hablarle de su hermano Frederick, precisamente el tema sobre el que Margaret había querido preguntarle tantas veces, y casi el único en el que su timidez era superior a su franqueza natural. Cuanto más deseaba saber del tema, menos probable era que hablara de él.

—¡Qué viento tan fuerte hizo anoche, Margaret! ¡Entraba bramando por la chimenea de nuestro cuarto! No pude dormir. Nunca puedo dormir cuando hace tanto viento. Empezó a pasarme cuando el pobre Frederick estaba en el mar; y ahora, aunque no me despierte de inmediato, sueño que está en algún mar tempestuoso con enormes muros de olas verde claro a ambos lados del barco, pero mucho más altos que los mástiles más altos, y que se encrespan sobre él con esa cruel y espantosa espuma blanca, igual que una serpiente copetuda gigante. Es un viejo sueño, que se repite siempre las noches ventosas hasta que resulta un alivio despertar y me quedo sentada en la cama rígida y aterrada de miedo. ¡Pobre Frederick! Ahora está en tierra y el viento no puede hacerle ningún daño. Aunque anoche creí que derribaría una de esas chimeneas altas.

—¿Dónde está ahora Frederick, mamá? Sé que le enviamos las cartas a la atención de los señores Barbour de Cádiz; pero ¿dónde está él?

—No recuerdo el nombre del lugar. Pero ya no se llama Hale, tienes que recordarlo, Margaret. Fíjate en el F. D. de cada esquina de las cartas. Ha tomado el apellido de Dickenson, yo quería que empleara Beresford, al fin y al cabo tiene cierto derecho a llevarlo, pero tu padre creyó preferible que no lo hiciera. Podrían reconocerle si usaba mi apellido, ¿comprendes?

—Mamá, yo estaba en casa de tía Shaw cuando ocurrió todo —dijo Margaret. Y supongo que era demasiado pequeña para que me lo contarais sin rodeos. Pero ahora me gustaría saberlo, si no te causa demasiado dolor hablar de ello.

—¡Dolor! No —repuso la señora Hale sonrojándose—. Lo doloroso es pensar que quizá no vuelva a ver a mi querido hijo nunca. Por lo demás, obró bien, Margaret. Pueden decir lo que quieran, pero yo tengo sus cartas que lo demuestran, y le creo, aunque sea mi hijo, más que a ningún consejo de guerra del mundo. Ve a mi escritorio japonés, cariño, y en el segundo cajón de la izquierda encontrarás un manojo de cartas.

Margaret obedeció. Encontró las cartas amarillas con manchas de agua de mar y la fragancia característica de las cartas de los marinos. Se las llevó a su madre, que soltó la cinta de seda con dedos temblorosos, examinó las fechas y se las dio a Margaret para que las leyera, haciéndole comentarios apresurados y angustiosos sobre su contenido, casi antes de que su hija se diera cuenta de lo que eran.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora