Capítulo XXXVIII - Promesas Cumplidas

158 22 1
                                    


Se levantó entonces muy digna,

con lágrimas en los ojos:

«Diga lo que diga, piense lo que piense,

no diré una palabra».

BALADA ESCOCESA[64]


No era sólo que el señor Thornton supiera que Margaret había mentido —aunque ella suponía que por ese único motivo había cambiado él la opinión que tenía de ella—, sino que, a su modo de ver, aquella falsedad suya guardaba estrecha relación con otro amigo. No podía olvidar la mirada ferviente y tierna que intercambiaban ella y el otro hombre: la actitud de familiaridad, si es que no de verdadero amor. Esa idea le atormentaba constantemente, era una imagen viva delante de sus ojos, fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese. Además de esto (y rechinaba los dientes cuando lo recordaba), estaban la hora, el anochecer y el lugar, tan alejado de casa y relativamente poco frecuentado. La parte más noble de su ser le había indicado al principio que todo esto podría ser fortuito, inocente, justificable; pero una vez concedido su derecho a amar y a ser amada —¿acaso tenía él alguna razón para negar tal derecho, no habían sido sus palabras rotundamente explícitas cuando rechazó su amor?—, podría fácilmente haber sido seducida a dar un paseo más largo o a una hora más avanzada de lo que había previsto. ¡Pero aquella mentira demostraba el fatal conocimiento de algo incorrecto que tenía que ocultar, algo impropio de ella! Esto lo reconocía, aunque habría sido un alivio en todo momento considerarla absolutamente indigna de su amor. Y era eso lo que le hacía sufrir: que la amaba apasionadamente y la consideraba, incluso con todos sus defectos, más bella que ninguna mujer y superior a todas; sin embargo, la creía tan unida a otro hombre, tan desorientada por su amor al mismo como para violentar su naturaleza veraz. La misma mentira que la mancillaba era prueba de su ciego amor por otro (aquel hombre moreno, esbelto, elegante y apuesto, mientras que él era tosco y adusto y fornido). El señor Thornton se torturaba sumido en una agonía de celos furiosos.  Pensaba en aquella mirada, aquella actitud: ¡hubiese puesto su vida a los pies de ella por aquella tierna mirada, aquel amoroso arrobamiento! Se burlaba de sí mismo por haber apreciado que le hubiera protegido maquinalmente de la furia de la muchedumbre; ahora había visto lo dulce y cautivadora que resultaba cuando estaba con un hombre a quien amaba de verdad. Recordaba la mordacidad de sus palabras punto por punto: «No había un solo hombre en toda aquella multitud por quien ella no hubiera hecho lo mismo mucho más cordialmente que por él». Él compartía con la multitud el deseo de ella de evitar derramamiento de sangre; pero este hombre, este amor oculto no compartía nada con nadie. Él lo poseía todo: miradas, palabras, abrazos, mentiras, ocultación.

El señor Thornton se daba cuenta de que no se había sentido tan irritable como ahora nunca, en toda la vida. Se sentía inclinado a contestar de forma brusca (más gruñido que palabras) a cualquiera que le preguntara algo, y el saberlo hería su amor propio. Siempre se había enorgullecido del dominio de sí mismo, y se controlaba. Así que la actitud se sometió a una sosegada deliberación, aunque el asunto era más difícil y más grave de lo normal. En casa estaba más silencioso que de costumbre, pasaba las veladas en un continuo ir y venir que habría molestado a su madre sobremanera en cualquier otro y que no fomentaba precisamente la paciencia ni siquiera con su amado hijo.

—¿No puedes estarte quieto y sentarte un momento? Tengo que decirte algo si dejas de una vez ese continuo caminar sin parar.

Él se sentó al instante en una silla junto a la pared.

—Quiero hablarte de Betsy. Dice que tiene que dejarnos, que está tan quebrantada por la muerte de su novio que no consigue concentrarse en el trabajo.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora