Capítulo XLI - El Fin Del Viaje

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Veo mi camino coma las aves su curso sin huellas:

¡Llegaré! A qué hora, después de cuántas vueltas,

no pregunto: pero a menos que Dios envíe su granizo

o cegadores bólidos, aguanieve o nieve sofocante,

algún día, a su debido tiempo, llegaré,

Él nos guía a las aves y a mí. ¡Cuando Él quiera!

PARACELSO, DE BROWNING[69]



Así fue transcurriendo el invierno y los días empezaron a alargarse sin traer consigo la claridad esperanzadora que suele acompañar al sol de febrero. La señora Thornton no había vuelto a casa de los Hale, por supuesto. El señor Thornton iba muy de vez en cuando, y sus visitas eran sólo para el señor Hale y se reducían al estudio. El señor Hale le hablaba como lo había hecho siempre; en realidad, parecía que apreciaba todavía más su relación por lo poco que se veían. Y, por lo que pudo deducir Margaret de lo que había dicho el señor Thornton, la interrupción de sus visitas no se debía a ningún agravio o disgusto. Sus asuntos se habían complicado durante la huelga y requerían más atención de la que les había dedicado el pasado invierno. Margaret descubrió incluso que hablaba de ella alguna que otra vez, y siempre, que ella supiera, del mismo modo amistoso y sosegado, sin eludir ni buscar nunca la mención de su nombre.

No se sentía de humor para animar a su padre. La monótona calma del presente había estado precedida de un período tan largo de ansiedad y preocupación —entremezclado incluso con tormentas— que su pensamiento había perdido elasticidad. Procuraba ocuparse enseñando a los dos niños Boucher más pequeños, y procuraba hacerlo bien. Ponía en ello gran empeño, para ser más exactos, pues su corazón parecía inerte al final de todos sus esfuerzos; y aunque lo hacía puntual y laboriosamente, seguía tan lejos como siempre de la alegría; su vida parecía aún triste y aburrida. Lo único que hacía bien era lo que hacía por piedad espontánea: consolar y reconfortar en silencio a su padre. No había anhelo suyo que no hallara comprensión en Margaret; ni un solo deseo de él que ella no intentara adivinar y satisfacer. Eran deseos tranquilos, sin duda, y nunca mencionados sin vacilación y excusas. Todavía más perfecto y más bello era su manso espíritu de obediencia. Marzo trajo la noticia de la boda de Frederick. Dolores y él escribieron; ella en inglés-español, como era lógico; él, con algunos giros e inversiones que demostraban lo mucho que el idioma del país de su esposa le estaba contagiando.

En cuanto recibió carta de Henry Lennox comunicándole las escasas posibilidades que existían de que pudiera exculparse en un consejo de guerra sin los testigos desaparecidos, Frederick escribió a su vez a Margaret una carta vehemente que contenía su renuncia a Inglaterra como patria. Deseaba poder desnaturalizarse, y declaraba que no aceptaría el perdón si se lo ofrecieran, ni viviría en el país aunque tuviera permiso para hacerlo. Esto le pareció a Margaret muy cruel al principio y le hizo llorar desconsolada. Pero luego, pensándolo mejor, vio en tales manifestaciones el patetismo de la desilusión que había aplastado así sus esperanzas, y decidió que no había más remedio que la paciencia. En la carta siguiente, Frederick hablaba tan entusiasmado del futuro que no pensaba en el pasado. Y Margaret tuvo entonces ocasión de emplear la paciencia que había anhelado para él. Tendría que ser paciente. Pero las cartas ingenuas, tímidas y preciosas de Dolores estaban empezando a encantar tanto a Margaret como a su padre. Era tan evidente el deseo de la joven española de causar buena impresión a los parientes de su amado, que su preocupación femenina asomaba en cada tachadura. Y las cartas que anunciaban la boda llegaron acompañadas de una mantilla negra preciosa elegida por Dolores para su desconocida cuñada, a quien Frederick había descrito como dechado de belleza, inteligencia y virtud. La situación material de Frederick había mejorado con el matrimonio hasta el nivel más alto que podían desear. Barbour & Co. era una de las casas españolas más importantes y Frederick se había incorporado a la misma como socio adjunto. Margaret sonrió levemente y suspiró al recordar de nuevo sus antiguas diatribas contra el comercio. ¡Y allí estaba ahora su hermano, su galante caballero, convertido en mercader, en comerciante! Pero luego se rebeló contra sí misma y protestó en silencio contra la confusión implícita entre un comerciante español y un industrial de Milton. El caso era que, comerciante o no, ¡Frederick era muy, muy feliz, Dolores tenía que ser encantadora y la mantilla era preciosa! Y entonces volvió a la vida presente.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora