Capítulo XXII - Un Golpe Y Sus Consecuencias

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Pero el trabajo escaseaba cada vez más, mientras el pan se encarecía;

y los salarios bajaban, además;

pues las hordas irlandesas eran licitadoras

para hacer nuestro trabajo por la mitad.

CORN LAW RHYMES[34]


Hicieron pasar a Margaret a la sala, que había recuperado su estado habitual con fundas y bolsas. Las ventanas estaban entornadas por el calor, y las persianas echadas; una luz grisácea que se reflejaba del pavimento de abajo confundía todas las sombras y se combinaba con la luz verdosa del techo, dando una palidez fantasmal incluso al rostro de Margaret, tal como lo vio ella en los espejos. Se sentó a esperar. No llegaba nadie. De vez en cuando, se oía el sonido lejano de la multitud como arrastrado por el viento, ¡pero no hacía viento! Luego se sumía todo en una profunda quietud hasta la próxima oleada.

Al fin llegó Fanny.

—Mamá vendrá en seguida, señorita Hale. Me ha pedido que la disculpe. Tal vez sepa que mi hermano ha importado trabajadores de Irlanda y eso ha irritado a la gente de Milton exageradamente, como si él no tuviera derecho a conseguir obreros donde pueda; y los estúpidos desgraciados de aquí ya no trabajan para él. Y ahora han asustado tanto con sus amenazas a estos pobres irlandeses muertos de hambre que no nos atrevemos a dejarlos salir. Mire, puede verlos acurrucados en aquel cuarto alto de la fábrica. Van a tener que dormir allí, para protegerlos de esas bestias que ni trabajan ni los dejan trabajar. Mamá está ocupándose de su comida, y John está hablando con ellos porque algunas mujeres están gritando que quieren volver a sus casas. Ah, ya viene mamá.

La señora Thornton llegó con una expresión tan lúgubre que Margaret comprendió que había elegido un mal momento para preocuparla con su petición. Claro que había sido su expreso deseo que le pidiera cualquier cosa que necesitara su madre en el curso de la enfermedad. La señora Thornton frunció el entrecejo y apretó los labios mientras Margaret le explicaba con delicada modestia la inquietud de su madre y el deseo del doctor Donaldson de que contara con el alivio de un colchón de agua. Se interrumpió. La señora Thornton no contestó de inmediato. Luego, se levantó y exclamó:

—¡Están en las puertas! Llama a John, Fanny, que venga de la fábrica. ¡Están en las puertas! ¡Te digo que llames a John!

Se oyó al mismo tiempo junto al muro el creciente rumor de pasos —que era en lo que estaba concentrada la señora Thornton en vez de prestar atención a lo que le decía Margaret—, y el clamor cada vez más fuerte de voces enfurecidas se alzó tras la barrera de madera, que se agitaba como si la multitud invisible arremetiera enloquecida contra ella empleando sus cuerpos a modo de arietes y retrocediendo luego lo justo para volver con renovado ímpetu hasta que los tremendos golpes hicieron temblar las resistentes puertas como juncos agitados por el viento.

Las mujeres se acercaron a las ventanas y contemplaron fascinadas la escena aterradora: la señora Thornton, las sirvientas, Margaret, todas estaban allí. Fanny había regresado gritando escaleras arriba como si le pisaran los talones y se había echado sollozando histérica en el sofá. La señora Thornton esperaba a su hijo, que seguía en la fábrica. Él salió al fin, alzó la vista hacia ellas, sonrió alentadoramente al grupo de caras pálidas y cerró con llave la puerta de la fábrica. Luego pidió a una de las mujeres que bajara a abrirle la puerta que había cerrado Fanny en su disparatada huida. Bajó la señora Thornton. Y el sonido de su voz imperiosa bien conocida al parecer enardeció a la multitud enfurecida. Hasta entonces había permanecido muda y sorda, pues necesitaba concentrar toda la fuerza en derribar las puertas. Pero al oírle hablar entonces en el interior, se alzó un alarido feroz tan espantoso que hasta la señora Thornton estaba pálida de miedo cuando entró en la habitación delante de su hijo. El entró un poco sonrojado, pero le brillaban los ojos como en respuesta al trompeteo de peligro, y con una expresión orgullosa y desafiante que le hacía parecer un hombre noble, e incluso apuesto. Margaret siempre había temido que le fallara el valor en una situación de emergencia y resultara ser lo que temía que era: una cobarde. Pero entonces, en aquel momento decisivo de miedo razonable, de terror casi, se olvidó de sí misma y sólo sintió una compasión profunda —profunda hasta el dolor— por los problemas del momento.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora