Capítulo XXVIII - Consuelo En La Tristeza

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¡Por la cruz a la corona! Y aunque tu vida espiritual

sufra enormes ataques con fuerza colosal,

¡levanta el ánimo! La lucha encarnizada Pronto terminará,

y reinarás con Cristo al fin en paz.

KOSEGARTEN[44]


A fe que nos sentimos demasiado afortunados Para necesitaros en ese camino; pero, al llegar la desgracia, muda es el alma que no clama a «Dios».

SRA. BROWNING[45]


Margaret fue a paso ligero a casa de Higgins aquella tarde. Mary estaba atisbando para ver si la veía llegar, con expresión un tanto recelosa. Margaret la miró con ojos risueños para tranquilizarla. Cruzaron la sala y subieron directamente las escaleras hasta el cuarto silencioso donde estaba la difunta. Margaret se alegró entonces de haber ido. Su cara, tan fatigada casi siempre por el dolor, tan preocupada por los problemas, mostraba ahora la leve y tierna sonrisa del descanso eterno. Se le anegaron poco a poco los ojos de lágrimas, pero una calma profunda dominó su espíritu. ¡Así que aquello era la muerte! Parecía más tranquila que la vida.

Todos los hermosos textos sagrados acudieron a su mente. «Descansen de sus trabajos». «Dad reposo al fatigado». «Pues Él colma a su amado mientras duerme[46]». Margaret se volvió y se apartó de la cama muy despacio. Mary sollozaba quedamente al fondo. Bajaron las escaleras en silencio.

Nicholas Higgins estaba en el centro de la habitación con las manos apoyadas en la mesa; tenía los grandes ojos desorbitados por la noticia que le habían dado muchas lenguas entrometidas cuando iba al juzgado. Consideraba con ojos secos y mirada feroz el hecho de la muerte de su hija; intentaba hacerse a la idea de que no volverían a verla. Había estado tanto tiempo enferma, agonizando, que él había llegado a convencerse de que no se moriría, de que «saldría adelante».

Margaret pensó que no tenía derecho a estar allí, tan familiarizada con el entorno de la muerte que él, el padre, acababa de conocer. Había habido un instante de pausa en la empinada escalera cuando lo vio por primera vez; pero ahora intentó esquivar su mirada absorta y dejarle en el solemne círculo de su desgracia familiar.

Mary se sentó en la primera silla que encontró y se echó a llorar, cubriéndose la cabeza con el delantal. El sonido hizo reaccionar a su padre, que agarró a Margaret del brazo hasta que consiguió ordenar las palabras para hablar. Parecía que tenía la garganta seca; preguntó con voz ronca, pastosa y entrecortada:

—¿Estaba con ella? ¿La vio usted morir?

—¡No! —respondió Margaret, sin moverse, con suma paciencia al ver que había advertido su presencia. Él guardó silencio un rato, sin soltarle el brazo.

—Todos tenemos que morir —dijo al fin, con extraña gravedad, que primero hizo pensar a Margaret que había bebido, no tanto como para embriagarse pero sí lo suficiente para obnubilarse—. Pero ella era más joven que yo.

Nicholas siguió cavilando sobre el suceso sin mirar a Margaret pero sujetándola con fuerza. De pronto alzó la vista hacia ella y le preguntó con una mirada escrutadora y demencial:

—¿Está segura de que ha muerto, que no es un desmayo, un mareo? Ya le ha pasado muchas veces.

—Ha muerto —contestó Margaret. No le daba miedo hablar con él, aunque le apretaba tanto el brazo que le hacía daño y pese al furor desquiciado que brillaba en sus ojos beodos.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora